Me gusta comer hielo y lo hago con un impulso irrefrenable. Conozco personajes reales o imaginarios que comen tierra y hasta que se comen entre sí, pero no son muchos los que se sientan a masticar un cubo de agua helada. Hay un poema de Antonio José Ponte que recuerda a Maribárbola, quien formaba parte del inventario de locos, enanos, negros y gente de placer que poseían los Austrias en su corte.
La minúscula mujer (que fue retratada por Velázquez en Las Meninas) se comía a diario, durante los veranos, cuatro libras de nieve. Mario Dávalos probó en Chile un glaciar milenario. Aunque se lo sirvieron con whisky, él quiso degustar aquella piedra por separado y la mantuvo en su boca mientras le fue posible.
Cuando me lo contó, hablamos de los sabores del hielo como un catador detalla pimientas, higos secos y moras en el fondo de una copa de syrah. Creo que mi pagofagia, como en el de Maribárbola, guarda alguna relación con el verano. No por el calor, sino por las otras consecuencias que esa estación nos trae a los que vivimos en el medio del Trópico.
Cada vez que Gina López me veía comiendo cubos helados, me hacía la misma pregunta: “¿Es que en Cuba no había hielo?” Hace unos días alguien me confesó las razones por la que le gustaba tragar agua congelada. Entonces volvía a pensar en la pregunta de Gina y, como aún no sé la respuesta, me serví un vaso lleno hasta arriba.
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