26 julio 2024

Pago aquí mi deuda con Iván Ortega


A finales de los años 80 del siglo pasado yo era un intolerante recién graduado de la Escuela de Arte. Mis años de estudio, por influencias y por convicciones, me había radicalizado. Ejercía mis gustos y mis posiciones estéticas con intransigencia y fundamentalismo. 
Recuerdo una tarde de lluvia en que Alexis Díaz de Villegas y yo nos refugiamos en la Biblioteca Nacional a oír música (un reproductor propio de casetes era impensable en aquella Cuba). Ambos, sentados codo con codo frente a los tocadiscos, entregamos sendas fichas de Rachmaninov.
—¡Chaikovski es el Alfredito Rodríguez de la música clásica! —protestó Alexis cuando la bibliotecaria confundió nuestro pedido.
Cada vez que volvía al Paradero de Camarones, intentaba por todos los medios mantenerme dentro de mi burbuja. Recuerdo someter a mis amigos a extensas audiciones de rock argentino. Hasta una tarde en que Gabi se hartó de mis imposiciones: “¡Camilito, ni una más de Fito Páez!”.
Todos los fines de semana mi pueblo se daba cita en un pequeño parque al que llamaban La Cervecera. Ese reducido espacio era amenizado por Iván Ortega, el hijo de Magnolia la maestra, quien cargaba desde su casa con cuatro bocinas. Allí complacía peticiones y mantenía a todos despiertos hasta después de las doce.
Lo que escuché en aquellas noches, como un eco, involuntariamente, me ha servido para tener una profusa cultura de la música popular de esos años. No olvido una madrugada (en San Miguel Regla, Hidalgo) en que sonó una canción de Juan Gabriel y descubrí que me la sabía de principio a fin.
En aquella época, Iván era el único animador cultural que tenía el pueblo. También lo fue conmigo y por eso pago aquí mi deuda con él, reconociéndolo. Gracias a su constancia, en un pueblo que parecía estar a punto de morir cada vez que caía la noche, ahora tengo una memoria emotiva de la que sentirme orgulloso.
Sólo Diana Sarlabous sabe que ciertos viernes, cuando la tarde está a punto de caer sobre la Loma de Thoreau, pongo a Juan Gabriel.

25 julio 2024

Un lector de Atlántida escribe un nuevo episodio

En mi última visita al Paradero de Camarones, en septiembre
de 2011, junto a dos personajes de Atlántida: Adalio Pis (d)
y Machín Romero (i), el padre de Julito el médico.

Julio Romero era nuestro doctor Schweitzer. De la misma manera que en las aldeas de África aguardaban por la llegada del misionero alemán, el Paradero de Camarones esperaba por Julito el médico para aliviar todo tipo de males. En mi pueblo sólo confiaban en sus diagnósticos y sus tratamientos eran seguidos al pie de la letra.
Desde el panóptico de Atlántida (la ventana del comedor), lo veía llegar en su Moskvitch (su hermana Lola estaba casada con Persi, el único hijo de Felo López, el farolero). “¡Ahí está Julito!”, decía mi abuelo con admiración. “¡Ahí está Julito!”, repetía mi abuela abriendo los brazos, como si se refiriera a un santo.
Cuando acabó mi novela, Julio me escribió para decirme que se había quedado con ganas de seguir leyendo. Esta Evocación… es producto de esa frustración suya. Le agradezco profundamente que me la hiciera llegar y que me permitiera compartirla en El Fogonero.
En una excelente entrevista que Elena Llovet le hizo recientemente a Antonio José Ponte, el autor de La fiesta vigilada (2oo7) asegura que se debe escribir para merecer ser releído. Creo que inspirar al lector a escribir, cuenta como una relectura.
C.V.


EVOCACIÓN DE ATLÁNTIDA (I)

Por Julio Romero

Al leer la exclamación de Atlántida “¡qué hombrecito tan malo!”, acudieron a mí esos días de mi niñez en que ayudaba a mi padre a luchar con la vida. Durante la zafra y la etapa de reparaciones del central, él tenía trabajo y nos iba bien. Vivíamos felices dentro de lo humilde. 
Pero en el “tiempo muerto” Machín, mi padre, tenía que inventarla. Pintor de brocha gorda, pescador de guabinos, biajacas y camarones en los ríos, cada domingo hacía unas exquisitas empanadas de carne que yo llevaba a vender a la valla de gallos, donde me las compraban en un santiamén. 
Me acuerdo del Mudo, un gallero fanático de Cruces que siempre se comía cinco. Una empanada costaba una peseta (veinte centavos) y vendíamos unas cincuenta. Ese dinero nos salvaba la semana y pagaba los pasajes y la merienda para mi asistencia a la escuela secundaria de Palmira.
Pero aquella tarde de domingo una sombra perversa se interpuso en mi camino. No más llegar a la puerta de la valla, allí estaba, bloqueándola, un hombre alto, vestido con un uniforme verde guarapo y una cartuchera de cuero con revólver, a la derecha de su cintura. 
Me quedé congelado ante la vista de aquel personaje que nunca vi sonreír. Era Meneses, la autoridad del pueblo. Me miró de arriba abajo.
—¿Quién le dijo a usted que podía vender eso aquí?
—Mi padre —respondí.
—¡Déme eso acá! —exclamó mientras me quitaba la caja de empanadas—. ¡Dígale a su padre que, si las quiere, que venga a buscarlas!
Quiso hacerme un mal, pero el tiro le salió por la culata. Cuando el Mudo se enteró de que no podía degustar su merienda favorita, fue a comprarlas a nuestra casa que distaba sólo una cuadra de la valla. Aunque no hablaba, por señas “corrió la voz” y todos los galleros fueron a nuestro portal por empanadas.
Al final, no hay mal que por bien no venga. Pero, como decía Atlántida: “¡Qué hombrecito, qué hombrecito!”.

El año en que la guerra pasó por el Paradero de Camarones


El mayor obstáculo que encontraron Máximo Gómez y Antonio Maceo al llegar a Las Villas fueron los trenes. El territorio ya en ese entonces tenía una formidable red ferroviaria que conectaba a la mayoría de los ingenios y a los principales poblados, permitiéndole al ejército español movilizar a las tropas con rapidez.
En 1895, pese de la guerra, el Ferrocarril de Cienfuegos & Santa Clara garantizaba un eficiente servicio. Trenes de pasajeros, de carga y mixtos se encargaban de mantener comunicada a la provincia de costa a costa, asegurándose de llevar a los puertos la producción de azúcares y miel de los ingenios.
En su libro Crónica de la guerra de Cuba (Barcelona, 1896), Rafael Guerrero recoge el ataque a un tren mixto entre las estaciones del Paradero de Camarones y Hormiguero. A toda velocidad, el tren logró escapar de “una lluvia de balas” y llegar a salvo a Palmira.
Frustrados, los insurrectos se fueron al ingenio Hormiguero y le ordenaron al maquinista de una de sus locomotoras de vía estrecha que les entregara “una mandarria y varias herramientas”. Quitaron un carril y le abrieron la válvula a la máquina para que se descarrillara, la cual se volcó y fue destruida.
Luego volvieron a la línea principal y retiraron los carriles y los travesaños de un largo tramo. Al llegar a la estación un tren de viajeros procedente de Cienfuegos, pidió auxilio por el telégrafo. Desde el Paradero de Camarones acudió una locomotora con tropas y desde Cruces un tren con los reparadores.
Tres horas después se restableció la circulación y el tren continuó su viaje hacia Sagua la Grande. Meses después, el 15 de diciembre, esas mismas locomotoras avisarían al mundo de la batalla de Mal Tiempo. Otro cronista de la Guerra de Independencia, José Miró Argenter, las describe pitando sin cesar en todas direcciones.
Esa tarde fue la última vez que la historia pasó por el Paradero de Camarones. Nunca más se ha bajado allí, tampoco la han visto seguir de largo.

24 julio 2024

El día que el Paradero de Camarones lloró a Isabel Pantoja


Mi tío Oscar Yero se anunciaba antes de cruzar las líneas. Todavía en el patio de Mercedita le gritaba a mi abuela. Su manera de vocear “¡Atlántida!” era inconfundible. Parecía estar acompañada de música y de eco. Eso incomodaba a mi abuelo Aurelio. No soportaba tener un primo que se pintara el pelo de rojo.
Aquella tarde llegó con un ataque de nervios. Lázaro García, un muchacho que él había criado y que acabó convirtiéndose en trovador, estaba preso en Bolivia junto a otros dos cubanos y la española Isabel Pantoja. “Dicen que los van a fusilar”, musitó antes de caer devastado. “¿Qué hace la mujer de un torero con esos pelúos?”, se preguntó mi tío Rao.
Lela, la hermana de Oscar, no sabía qué decir. No encontraba la forma de explicarse cómo una tonadillera tan grande había acabado uniéndose a unos “cantantes de protestas”. Así resumía mi tía, que nos traía buñuelos cada vez que nos visitaba, al Movimiento de la Nueva Trova.
Edelmira, América y Mercedes Cabrera se preguntaban lo mismo y, cada vez que me tocó oírlas, cuando iba a buscar el pan con mi abuela, se lamentaban que una muchacha tan linda “se mezclara con esa chusma”. Como los medios cubanos no se hicieron eco del hecho, siempre creí en lo narrado por mi tío Oscar.
Ya mayor, de regreso a Cienfuegos para cumplir con el servicio social que exigían entonces, le pedí a Lázaro García que me aclarara todo. En realidad los involucrados habían sido él, Vicente Feliú, Augusto Blanca y Sareska Pantoja, hija de Olo Pantoja, uno de los guerrileros que cayó con el Che Guevara en Bolivia.
Entonces ya mi abuela tenía Alzheimer, Edelmira y América habían muerto y Mercedes Cabrera andaba sin memoria. “Camilito —me dijo muy seria—, no me acuerdo”. Como no tuve a quién más hacerle la aclaración, lo hago ahora. No, no era la viuda del torero quien andaba con esos pelúos.

El reloj de la Cuban Central


El reloj de la Cuban Central todavía anda,
sus agujas aún caminan
por las difíciles horas
que nadie más se atreve a pisar.
En las habitaciones contiguas,
del otro lado de las gruesas paredes,
se escucha el gran esfuerzo que hace
para subir la cuesta del mediodía.
Luego baja, cauteloso, sin prisa,
hasta los minutos finales de la tarde.
Puntual, inglés tenía que ser,
se alista para el insomnio
de la siempre extensa madrugada.
Entre las manchas de humedad
y la madera descascarada,
hace que su péndulo oscile
de un extremo al otro del verano.
Todo aquí ya se ha detenido,
hace mucho que no pasan trenes
y los pocos molinos que quedan
le hacen caso omiso al viento.
Incluso las pocas bestias
que algunos mantienen
escondidas en los patios,
obedecen,
mansas,
cada orden de detención.
Nada se mueve
en ninguno de estos territorios
que ya no coinciden con los mapas.
Sólo el reloj de la Cuban Central
todavía anda.
Su mecanismo, preciso,
impertérrito,
sigue fiel a la costumbre.
Entre las manchas de humedad
y la madera descascarada,
sus agujas aún caminan por las horas
que nadie más se atreve a pisar.
Disciplinado,
atento,
espera el día
en que cada cosa se ponga en marcha.
Nadie dude que, llegado el momento,
estará listo
para para darnos la hora exacta
y empezar a subir la cuesta del mediodía.

23 julio 2024

98 años


Me enseñó los nudos marineros y a pescar con anzuelo. También a martillar y serruchar. A usar el berbiquí y a sacar tarugos de pedazos de palo. A enrollar una manguera sin torcerla y a desenredar una cabuya. A limpiar pescado y a desarmar un cerdo en piezas. A manejar y a cambiarle una goma a un carro.
Con él también aprendí a guataquear y chapear. A sembrar y a cosechar. Cuando lo decepcionaba en algo se ponía de muy mal humor. Como el día en que me pidió que me tirara de cabeza desde el recién estrenado trampolín del hotel Hanabanilla. Cuando le dije, temeroso, que ahí yo no daba pie, enfureció.
Me pidió que lo siguiera hasta el muelle del hotel y que saltara a uno de los botes que allí alquilaban. Remó hasta el mismo centro del lago. Me agarró con una mano por el fondillo del short, me levantó en peso (entonces yo tenía unos siete años) y me lanzó hacia el agua. “¡Ahora sí que no das pie!”, gritó. 
Al día siguiente, un grupo de turistas húngaros que habían pernoctado en el hotel durante su Vuelta a Cuba, celebraron todo lo que yo era capaz de hacer en el trampolín. Él, orgulloso, pidió otro doble de Decano, un ron refino que se bebía sin hielo y de un golpe. 
A mi Jeep lo he bautizado con su nombre y todavía, cuando conduzco, sigo sus consejos al pie de la letra. A pesar de que era muy precavido, nunca he conocido a nadie que disfrutara más sentirse en peligro. Siempre que iba a La Habana a visitarme, me hacía quitarle los frenos a mi bicicleta china.
Mientras rodábamos loma abajo por Puentes Grandes, yo a los pedales y él en la parrilla, abría los brazos. “¡Adiós, Lolita de mi vida!”, gritaba eufórico. A él le debo los pies planos, una columna vertebral de vidrio y la pasión por las montañas. Hoy se cumplen 98 años de que llegó al mundo Serafín Venegas Nodal.