03 mayo 2025

Un día que ha durado más de 40 años

Estación de Cumanayagua, 1980.

No pude irme el lunes con mis compañeros, en el autobús escolar que nos recogía en el Paradero de Camarones para dejarnos en la tienda del pueblo de Charco Azul, donde debíamos saltar a un viejo camión de guerra para poder llegar hasta El Nicho. Estaba enfermo y me quedé en casa, bajo dos gruesas mantas.
El miércoles, cuando ya dejé de tener fiebres, Atlántida se subió conmigo en el tren mixto que iba a Cumanayagua. Recuerdo que, al pasar por San Fernando, Hugo Lois trató de que mi abuela entrara en razón. “Un viaje tan largo por dos días no tiene sentido, vieja”, le dijo el jefe de estación del pueblo vecino.
—En dos días de clase se aprende mucho —replicó Atlántida, quien jamás daba su brazo a torcer.
Cuando llegamos a Cumanayagua, supimos que la guarandinga (un híbrido cubano similar al mulo, producto del cruce entre un camión con un autobús) no podía subir a El Nicho, debido a las lluvias que estaban cayendo en las montañas. No quedaba otra alternativa que volver a casa.
Como faltaban dos horas para que el tren mixto emprendiera el viaje de regreso, nos daba tiempo a ir a la librería (donde por fin me pude comprar Los hijos del capitán Grant) y a la heladería Coppelia (donde acudían campesinos de toda la zona a experimentar en qué consistía la “punzada del guajiro”).
Al regresar a la estación, mi abuela le pidió a un fotógrafo ambulante que me retratara de completo uniforme. Y ahí estoy: en uno de los días más felices de mi vida (acababa de ganarme una semana de vacaciones y cuatro días más con Aurelio y Atlántida), en medio de un mundo del que ya no queda nada.
Al pasar otra vez por San Fernando, Hugo Lois le hizo un gesto a mi abuela que, traducido a palabras, quería decir “se lo dije, vieja, se lo dije”. Ella ni se inmutó, pero aun sin abrir la boca, logró decir un “¡Juuum!”. Dediqué el resto del día a batear piedras en el andén.
Han pasado más de 40 años, pero todavía puedo lograr que ese día ocurra con total claridad. Siempre que lo hago, me produce la misma alegría que tenía cuando me subí al vagón (que se llamaba Pionero, justo lo que yo era en ese momento) y el tren recibió la orden de salida.

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