Aunque permanecí
en Cuba 13 años más,
ni yo ni el país
volvimos a ser los mismos.
Estábamos en casa de tía Cary,
había luna menguante
y todavía era de madrugada
cuando me despertó un grito
de mi madre y vi pasar
a Atlántida con las manos
en la cabeza,
caminando con los ojos cerrados.
Mientras bajábamos su cuerpo
por la estrecha escalera,
su rostro descansó en mis brazos.
Esa es la última vez que vi
a Aurelio, me negué
a acercarme al ataúd.
Ya en el cementerio,
me alejé lo más que pude
del panteón de los Odd Fellows.
Caminé por aquel largo
jardín de cruces
mientras se oficiaba la ceremonia.
Luego me puse a detallar
esa réplica de Partenón
donde Cienfuegos
se disfraza de antigua Grecia
para velar por sus muertos.
No recuerdo cómo me fui de allí,
es probable
que en el Dodge de mi padre,
tampoco sé cómo volvieron a casa
mi madre y mi abuela.
De lo que sí estoy seguro
es de que a partir de ese momento
fui un desterrado,
porque el país en el que vivía
no era la isla
sino esa pequeña porción de tierra
que mi abuelo defendió para nosotros.
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