No conocía otros pisos que los de tierra
ni otra luz que la que tenía olor a keroseno.
Todo a su alrededor ardía una vez al año,
cuando quemaban los cañaverales
para que hombres tiznados de pies a cabeza
los cortaran a machetazos.
Era su fiesta preferida y para la ocasión se ponía
vestidos de poliéster, brillantes y ceñidos,
de colores soviéticos, alemanes o búlgaros.
Aquella tela la hacía sudar tanto
como a los hombres que se enfrentaban
a las cenizas y el humo
de la paja que no dejaba de arder.
El rojo de sus labios y cachetes,
el azul de sus párpados
y las nubes de talco en el pecho y el cuello,
iluminaban el fantasmagórico paisaje.
Los hombres, aquellas exhaustas siluetas,
le llamaban Pinturita y, agradecidos,
celebraban el rubor de su cara
cada vez que aparecía
con una lata de aceite carbón llena de agua.
Su rostro y su vestido seguían teniendo color
hasta que las cenizas y el humo,
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