La madurez ha llegado con versos donde el paisaje y la mujer amada son la cella, eso que llamaban los antiguos griegos al espacio interior de forma rectangular, que constituía el núcleo de la construcción.
Camilo Venegas Yero se ha bajado de los trenes en marcha y de esa remota localidad cubana llamada Paradero de Camarones desde sus textos no sólo poéticos. Aprender a soltar parece haberle enseñado Diana Sarlabous, compañera de poemas y viajes, de vida y desvida.
Sus versos, finalmente se han adentrado en ese territorio existencial que es el adueñarse del universo, más allá del Atlas que le regaló su abuelo. Estación del Norte llega después de su novela Atlántida, donde no ha inventado un Macondo, sino una nueva localidad que ha poblado el mapamundi real de la literatura.
Más que andar en trenes, Camilo hace el camino a Santiago de Compostela, y desanda el territorio español, su nueva geografía. Estos poemas han parido viñetas poéticas, que a su vez han dibujado un nuevo atlas, el íntimo que se ha ido armando, entre la animalia que conocimos con El hombre y la tierra, mientras se quita la piel de turista y fecunda las nuevas memorias, con versiones cada vez más redondas de la madurez.
“Volver a estas piedras es mi destino”, parece decir con Brodsky. Camilo ha logrado, como pocos, el sosiego que le aporta el amor definitivo, y él nos devuelve ese fenómeno tan peculiar en versos breves, de corta respiración, con los cuales nos acostumbramos al nuevo fervor del poeta: el de la mirada universal y la profundidad del vuelo en picada del águila perdicera.
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