El 11 de julio de 1993, a las 22:30, en la plaza de toros de Las Ventas, Celia Cruz se paró delante de nosotros y nos hizo una reverencia. Vestida de verde desde el cuello hasta los pies y con una larga capa blanca, dijo ser dulce como el melao, alegre como el tambor y traer el rítmico tumbao de África en el corazón.
“¡Azúcar, azúcar negra, ay, cuánto me gusta y me alegra!”, le respondimos a coro. Poco a poco, los cubanos presentes nos fuimos reagrupando a los pies de la reina. Entonces ella, que hasta ese momento le cantaba a la oscuridad de los tendidos, empezó a distinguir rostros y a fijar su mirada en ellos.
Recuerdo que por una fracción de segundo, Celia Cruz y yo nos miramos a los ojos. Me quedé un largo rato paralizado. Ni siquiera los empujones y los golpes de los que bailaban consiguieron que me movieran. Luego le pidió a sus compatriotas que levantaran la mano y el mar de brazos la hizo llorar.
Puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que es la única vez que la he oído decir “¡Azúcar!” con tristeza. Se llevó las dos manos, con los dedos entrelazados, al pecho. Luego guardó un largo silencio que tuvieron que romper los tambores de la orquesta.
“Quiero que todos ustedes me permitan cantarle a mi tierra —dijo todavía conmovida—. Pinar del Río, Habana, aaayyy mi bandera cubanaaaaa, Matanzas, Santa Clara, Camagüey y Orieeeeente… ¡Cuba qué lindo son tus paisajes, Cuba, qué lindo son!”.
Cada uno le fue diciéndole a los que tenía alrededor de dónde era. Se escucharon los nombres de Artemisa, Cárdenas, Remedios, Bayamo, Trinidad, Batabanó… Como Paradero de Camarones es muy largo y casi siempre precisa una explicación, dije Cienfuegos. Alguien a mis espaldas dijo que también era de allá.
Entonces, no puedo decir cómo, apareció una enorme bandera. Extendida, pasó sobre nuestras cabezas hasta llegar al escenario. Con mucho trabajo, lidiando con el vestido verde, la larga capa blanca y los elevados tacones, Celia se arrodilló.
“Ya esto no es Madrid —dijo el poeta a mi lado— la plaza de toros de Las Ventas esta noche queda en Cuba”. Nos abrazamos con una mano, mientras con la otra sosteníamos uno de los extensos bordes de la bandera. Cantamos hasta quedarnos sin voz, bailamos hasta llenarnos los zapatos de tierra.
Nunca le pregunté a qué Cuba se refería: a la de Celia, a la que nos tocó a nosotros o a una como aquella noche, ya borrosa y pixelada para siempre, donde todos pudiéramos reencontrarnos.
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