Ella todavía no conoce Madrid,
ni cree que le haga falta,
y sigue sin entender
por qué en Galicia
tiene que llover todo el año.
Aún no sabe cómo cerrar
los paraguas y eso la desespera.
Tampoco se explica por qué aquí
los vecinos no se conocen
y los extraños
no saben mirarse a los ojos.
Se pregunta qué le encuentran
a los percebes
y extraña el sabor
de la comida dominicana,
el aroma de las verduritas,
las habichuelas
como sólo las sabe
guisar su madre
y la telera, el único pan
que de verdad sabe a Navidad.
No le gusta el caldo gallego
porque, asegura, no existe
nada más desabrido.
Le repugna el olor a pescado
y a eso es a lo que huelen
sus manos
desde el día que llegó.
La sorprende la llovizna
camino de la mesa más lejana
y enseguida se cubre el cabello.
Le brillan los ojos
cuando mencionamos
a Bonao, La Vega, Jarabacoa…
Le decimos que pasamos
todos los fines de semana
por su pueblo y la nostalgia
la deja sin fuerzas.
Se deja caer en una silla,
nos cuenta lo feliz que era
y las razones por la que vino.
Nos pide que repitamos
otra vez aquellos nombres.
La complacemos:
Bonao, La Vega, Jarabacoa…
Se vuelve a cubrir el cabello
y regresa a la última mesa,
donde le han pedido
más percebes.
Nos señala el cielo cerrado
de Santiago de Compostela
y se encoje de hombros.
Sigue sin entender
por qué en Galicia
tiene que llover todo el año.
de Santiago de Compostela
y se encoje de hombros.
Sigue sin entender
por qué en Galicia
tiene que llover todo el año.