Me considero un catador de croquetas. Algunos de los momentos más placenteros de mi infancia están estrechamente vinculados a ellas. Mi memoria sensorial le debe infinidad de recuerdos de los que quisiera no deshacerme nunca. Me las brindaron en platos, con pan, en cajitas de cartón y hasta en las manos.
Si hay croquetas, no sé, pero no puedo dejar de pedirlas. Nunca me importa su pedigrí ni sus ingredientes (declarados o encubiertos). Me dejo engañar con facilidad si de croquetas se trata, creo que una inocencia desconcertante en la promesa de esos empaques que presentan fotos increíbles del producto.
Ayer probamos las croquetas de jamón de Bibo, el restaurante de Dani García, el chef español que ha merecido ya tres estrellas Michelin. Venían servidas en la palma de una mano. Extendí la mía hasta ellas con la emoción de quien va a tocar algo que nunca se imaginó merecería.
Le dedico esa experiencia a todas las croquetas humildes que me he comido en mi vida, a esas que me fueron aliviando el hambre por gran parte de la geografía cubana. Sobre todo a las de la cafetería San Carlos de Cienfuegos, por donde nunca fui capaz de pasar sin pedir unas al plato.
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