© Mario García Joya, años 70. |
Soy un hombre que fue creciendo con las canciones de Pablo Milanés. Incontables veces he acudido a ellas para que me acompañen, ayuden o alivien. Otras, en que han sido ellas las que me han salido al paso de una manera inesperada, han acabado cumpliendo el mismo cometido.
Desde mi niñez hasta hoy, he asociado su voz con la esencia del lugar de donde vengo. En cada uno de sus discos, desde el primero hasta el último, hay piezas que no pueden faltar en la banda sonora de mi vida. No olvido la primera vez que asistí a un concierto suyo: parque Martí de Cienfuegos, verano de 1983.
Aquella noche, por muchas razones, cambió mi vida. Pero sin las canciones de Pablo (y de Silvio, que también estaba allí) no hubiera sido lo mismo, porque fueron ellas quienes inspiraron todo lo demás. Asistí a su último concierto en Santo Domingo. A mis 55, canté como un adolescente.
Poco a poco fui dejando de creer en todo, pero nunca pude dejar de creer en Pablo. No me atrevería a pedirle más de lo que dio, porque fue demasiado. Siempre admiraré y estaré agradecido de ese último gesto suyo, al admitir con valentía que la causa por la que muchos de sus versos clamaron había fracasado.
El domingo en la tarde, mientras volvíamos de Portillo, Diana puso a Pablo en el Jeep. Me pareció raro, porque llovía a cántaros y no solemos oír música durante los aguaceros (los dos preferimos ese sonido a cualquier otro). En un momento en que solo sonaba el piano de Emiliano Salvador, pensé en todo esto.
Yo pisaré las calles nuevamente de lo que fue La Habana y, en una hermosa plaza liberada, pondré a Pablo para llorar por los ausentes.
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