Graciliano Candelario fue un cibaeño que nunca se entendió con el llano. Es por eso que un día, cansado ya de tantos fracasos, llegó a estas lomas con todo lo que tenía: una mula, un colín (un machete Collins), un perro y un macuto de batatas (boniatos).
Alrededor de su casa se fueron construyendo otras y fue así que nació La Lomita, a más de mil metros sobre el nivel del mar y del mal. Como la Cordillera le dio todo lo que necesitaba en esta vida, decidió procurarse en ella también un pequeño espacio para la otra.
Eso lo convirtió En el Barón del Cementerio (la primera persona enterrada) de uno de los campos santos más apartados de la media isla. Su nieto, El Rubio, es un gran amigo nuestro y, como su abuelo, un líder comunitario natural. Por eso lo fui a buscar con una botella de Brugal Extra Viejo y una coa.
Cuando Diana y yo compramos la Loma de Thoreau, heredamos un viejo portón que nunca volvimos a usar. Al final nos pareció una buena idea donárselo a esa parcela, perdida entre la hierba y la neblina, donde descansa Graciliano Candelario.
“Yo nunca me voy a morir —me dijo Rubio mientras cavaba el hueco para el portón—, pero sí un día Dios no encuentra a más nadie y me convence, vengo para aquí con mi abuelo. A mí, como a él, no hay quien me baje de estas lomas”.
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