Cuando
llegaba esta época del año, sin que nadie se atreviera a pronunciar la palabra Navidad,
había una conversación recurrente. Vivíamos
en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, un pueblecito mínimo
extraviado en el mar de cañaverales que tuvo Cuba en su centro.
Hablo
de la segunda mitad de la década del 70 del siglo pasado. Cinco años antes, durante
la Zafra de los 10 Millones, la revolución había prohibido los arbolitos, los
nacimientos y cualquier manifestación que recordara una de las celebraciones más
importantes de la familia cubana.
—Viejo
—decía mi abuela Atlántida—, por esta época llegaban los turrones a la tienda
de Chema.
—Y
los pastelitos de gloria —respondía mi abuelo Aurelio.
—¡Y
las yemas tostadas! —replicaba mi abuela.
Yo,
que siempre me sentaba entre ellos dos a ver la televisión, trataba de
imaginarme aquellos sabores del “tiempo de antes”.
—Jijona,
Alicante—repetía después, tratando de descifrar el gusto que tenían aquellas palabras.
Diana
nació en la misma Cuba que yo, pero se fue de niña y esos sabores no son para
ella una nostalgia sino una tradición. Por eso, cada vez que llega la Navidad,
ella recuerda mientras yo trato de seguir adivinando, reconociendo...
Mis
abuelos murieron sin volver a probar ninguno de los dulces que tanto añoraban.
La estación de ferrocarril del Paradero de Camarones está en peligro de
derrumbe. Por eso me resulta tan paradójico que los dulces del “tiempo de antes”
ahora sean para mí el presente.
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