Estábamos
en Jarabacoa, debajo de un cielo espléndidamente azul, protector. De pronto,
una inmensa nube pasó rasante sobre nuestras cabezas. Parecía un barco de
dimensiones inconcebibles. Silenciosa y lenta, navegó por el valle hasta encallar
en la Cordillera. Justo en ese momento supe que Pedro Peix había muerto.
Nadie
nos presentó nunca, jamás crucé una palabra con él. Las pocas veces que
coincidimos en algún lugar, lo miré de lejos, con asombro. Mi timidez campesina
siempre logra detenerme cuando trato de acercarme a un desconocido para
expresarle mi admiración.
Una
vez desemboqué en uno de los pasillos de la librería Cuesta y tropecé con él.
Leía un pesado libro que mantenía a la altura de sus ojos (al parecer así evitaba
que su exagerado tupé se viniera abajo). Ahora me arrepiento de no haberle
dicho ahí mismo las cosas que siempre hubiera querido hablar con él.
Tenía
la excusa perfecta, pues el libro que él sostenía en sus manos era Padres e
hijos, la gran novela de Iván Turguénev. Llegué a tener en la punta de la
lengua la frase para abordarlo. “Con razón lo acusan de nihilista”, quise
decirle dos veces. Pero a la tercera me di por vencido y me alejé rumbo al siempre
solitario pasillo de la poesía.
Todas
las reacciones que se produjeron en las redes sociales cuando comenzó a
circular la noticia de la muerte de Peix se resumen en la de Andrés L. Mateo. Esta
vez, el profesor no supo abundar ni exponer sus siempre valiosos argumentos.
Fue parco y estricto con su dolor: “Amigo del alma, compadre, compañero. ¡Sólo
el silencio! Nosotros que únicamente tenemos la palabra. ¡Perra, la muerte!”.
Sabe
Andrés que a partir de ahora está aún más solo, porque Pedro era uno del cada
vez más reducido grupo de intelectuales incapaces de poner sus palabras al
servicio de la politiquería. Todo en él, desde su escritura hasta su
apariencia, era un acto de rebeldía contra la inversión de valores y los
estragos del clientelismo.
La
semana del 7 al 13 de diciembre fue trágica para República Dominicana. Primero,
un senador suyo fue reconocido por una encuesta global como el mayor corrupto
del planeta. Como si eso fuera poco, un
infarto fulminó a Pedro Peix, un hombre que sí mereció ser universal, pero por su
decencia como ciudadano y su grandeza como escritor.
En
2012, cuando Peix obtuvo el Premio Caonabo de Oro, no hizo un discurso sino
que leyó un testamento. Después de confesar que pertenecía a una generación que
creció “con el descrédito de lo soñado”, repudió el estado actual de la democracia
dominicana, a la que calificó de “vodevil, testaferros y sicarios”.
“No
transijan jamás con su libertad creadora ni con los relámpagos de su inventiva
y pensamiento. Sean audaces y radicales, y miren por encima del hombre al
mañana, y vean al pasado con la misma arrogancia de los que ayer triunfaron, y
hoy son legado por no claudicar ante los desafíos y adversidades de su tiempo”,
le pidió a los más jóvenes.
Creo
que en ese párrafo se resume todo lo que el escritor esperaba de los jóvenes creadores. Cada día son más los que prefieren, con distintos disfraces,
arrimarse al poder y pedir un subsidio para su ética y su vergüenza. Pero basta
que unos pocos sean como Pedro Peix para que perduren los valores más
trascendentes que definen al dominicano.
En
una de sus dedicatorias, pidió que cuando muriera, llevaran su cadáver “a la
cima donde se talla el dosel del viento” y, desde allí, lo empujaran con fuerza
para que rodara “nuevamente hacia la vida”. Es por eso de que tengo una
sospecha. Creo que la nube que navegó por el valle hasta encallar en la
cordillera era él.
Una vez más vi pasar a Pedro Peix y no me atreví a saludarlo.
Una vez más vi pasar a Pedro Peix y no me atreví a saludarlo.
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