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Geraldine Chaplin y Janet Mojica en Dólares de arena. |
(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
Hace
unos días alguien me preguntó que me parecía la “pujante industria del cine
dominicano” (puedo asegurarlo, esos fueron el adjetivo y el sustantivo que
usó). Como soy muy escéptico sobre el tema, le pedí un poco de ayuda para poder
responderle.
“¿Cuáles
son las películas dominicanas que más te gustan?”, le pregunté. “¡Muchas!”,
respondió con entusiasmo. “Mencióname las diez que más te gustan”, insistí. El
tiempo que se tomó en pensar su top ten me pareció una eternidad. Al final solo
pudo mencionar seis títulos; dos, estaban repetidos.
Llegados
a ese punto, tuve que decirle lo que realmente pensaba. La Ley de Fomento de la
Industria Cinematográfica, le dije, me parece un gran logro. Los cineastas
cubanos, por ejemplo, están clamando por algo parecido y nadie los escucha.
Sin
embargo, ese importante incentivo ha sido mucho más aprovechado por los
empresarios que por los creadores. El hecho de que en las salas de proyecciones
se exhiban materiales realizados en el país, no quiere decir que siempre sea
cine y mucho menos que represente las identidades dominicanas.
Pongamos
un ejemplo, quizás el peor de todos: Roberto Ángel Salcedo. El Niño Orquesta,
como lo bautizó el crítico Armando Almánzar, porque prácticamente lo hace todo
en sus “obras” (las comillas son de Almánzar, no mías), estrena un producto al
año.
Pero
a eso que él hace no se le puede llamar cine. En todo caso son programas de
televisión que, a pesar de tener un pésimo guión y estar terriblemente
actuados, se exhiben en pantalla grande, en el mismo espacio donde,
regularmente, se proyectan películas.
Hay
otros directores que, aunque no tienen el mismo talento que Salcedo para facturar
bodrios, tampoco consiguen hacer obras (ya sin comillas) que realmente
contribuyan a consolidar una cinematografía con los valores de una cultura tan rica como la dominicana.
¿En
verdad esos productos merecen ser apoyados? Eso es una elección de cada quien y
puede hacerse con el mismo criterio que se elige una marca de corn flake, de
zapatos o de ropa interior. Al fin y al cabo hablamos de una mercancía, no de
un bien cultural.
Los
que sí merecen apoyo son esos que buscan un camino diferente a la risa fácil
(¿o debo decir tonta?) y piensan en el espectador antes que en sus bolsillos.
Hablo de los que en verdad tienen algo que decir y, con los años, producirán la
verdadera historia del cine dominicano.
Hablo
de Ángel Muñiz, Ernesto Alemany, Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas, Juan
Basanta, José María Cabral, Héctor Valdés, Pedro Urrutia, Ronni Castillo, Francisco
Antonio Valdés y César Rodríguez, entre otros. No puedo dejar de mencionar la
labor de Frank Perozo; aunque no es director, siempre se toma su trabajo con una
seriedad admirable.
Al
amigo del que les hablé al principio acabé respondiéndole su pregunta con las
dos películas que el repitió en su trabajosa lista. Cuando el cine dominicano
tenga 20 películas como Dólares de arena o La Gunguna, entonces podremos
hablar de una pujante industria. Mientras tanto, necesitamos tantos críticos
como realizadores para ir separando a los verdaderos creadores de los
comerciantes.
Cuando es cine y cuando es dominicano, merece
ser apoyado. Pero apelar al orgullo que siente un pueblo por su identidad para
luego tomarle el pelo con denigrantes facilismos, es una burla injustificable,
peor aun que esos terribles chistes que se proyectan en widescreen con sonido
dolby digital.