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Italo Calvino retratado por
Sebastião Salgado. |
(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
A
Basilio Beliard solo le veo de vez en cuando y siempre en el mismo lugar, en los
vericuetos de la librería Cuesta. Cada vez que tropezamos, intercambiamos
abrazos y algún comentario sobre los libros que tenemos alrededor o llevamos en
las manos.
Así
pude enterarme que era un gran lector de Italo Calvino, uno de los escritores
que más he releído en mi vida. Ambos alardeamos de atesorar la edición de su
obra que Ciruela hizo en 32 tomos, esa que llega hasta Orlando furioso, la
narración en prosa del poema de Ludovico Ariosto.
Por
eso me sorprendió tanto la columna “El futuro del lector y del autor”, publicada
en el periódico El Día, donde Basilio
se confiesa alarmado por las nuevas reglas del juego que establecen los libros
digitales. “Esa libertad que da el mundo virtual también se ha convertido en
una trampa laberíntica de comunicación, que nos volverá afásicos y tartamudos”,
asegura.
Comencé
a escribirle un email donde le reclamaba que un lector de Calvino debería estar
mejor preparado para los cambios. Pero justo en ese momento di con una noticia
que me provocó pavor: Patrick Peterson acababa de imponer un record Guinness al
hacerse 1.449 selfies en una hora.
Entonces
decidí posponer el diálogo con Basilio hasta el próximo encuentro en Cuesta.
Aunque sigo estando en desacuerdo con su visión apocalíptica del libro digital,
es cierto que la democratización de los medios de comunicación ha permitido que
la estupidez tenga más difusión que nunca.
Aun
así, hay algo inobjetable. Las mismas boberías que dicen los libros digitales
de Pablo Coelho, aparecen en los impresos en papel. El problema no está en el
soporte sino en el contenido. Mi amigo Rogelio Obaya, ese personaje casi
borgiano que es indispensable a la hora de explorar Cuesta, suele lamentarse
del gigantesco volumen del mercado de la autoayuda.
Según
Rogelio, gracias a la enorme demanda que tienen todos los subproductos
mercadológicos de Coelho y sus congéneres, las librerías de hoy pueden
sostenerse y continuar ofreciendo servicio a los que acudimos a ella en busca
de bienes culturales.
La psicóloga
Linda Henkel publicó recientemente una investigación en la Universidad de
Fairfield, en Connecticut, que nos ayuda a entender lo que está
ocurriendo. Linda, después de parar a
sus alumnos frente a una obra, los dividió en dos grupos.
Al
primero, le pidió que retratara la obra con sus smartphones. Al segundo, se
limitó a decirle que la miraran. Al día siguiente, los estudiantes que habían
hecho fotografías recordaban muchos menos detalles que los que habían mirado la
obra y no se llevaron consigo ninguna reproducción suya.
Los
smartphones y las tabletas están cambiando para siempre nuestra manera de
relacionarnos con el mundo que nos rodea. Una vez que se consigue uno de esos
aparatos, nuestra mirada y nuestro tacto deben ser “reiniciados”. Debemos
aprender a mirar, volver a tocar, establecer una nueva manera de relacionarnos
con el entorno.
Pero
eso no quiere decir, como supone Basilio, que obligatoriamente se tenga que “atropellar
nuestra lengua y los principios más simples de la normativa escrita, y aún de
la gramática”. Habrá literatura mientras sobreviva el lector. Él, y no el
soporte de los libros, será quien decida si sobrevive o muere.
Yo,
que soy un hombre del siglo pasado, no sé vivir lejos de mis libros de papel.
Pero mi biblioteca virtual va creciendo poco a poco. No está lejos el día en
que tenga la misma cantidad de volúmenes dentro del iPad que en los libreros.
Para mí el único problema de los libros
virtuales es que no hace falta ir a la librería a comprarlos. Porque entonces
pierdo la oportunidad de reencontrarme con Basilio y de seguir discutiendo con
él sobre el tema, sin que una pantalla tenga que servirnos de intermediaria.