(Escrito para la columna Como si fuera sábado de la revista Estilos)
En su disco “Giros”, de 1985, Fito Páez canta una hermosa canción
que no tuvo mucha suerte. A casi todos se nos ha olvidado “Narciso y
Quasimodo”, aquel rocanrol que hablaba de los que lo dan todo y se quedan
solos, “sin jamás poder establecer contacto”.
Cada día, en la República real o en la Dominicana virtual (ese
país paralelo que sucede en las redes sociales), uno se encuentra con gente
buena con las mejores intenciones. La suma de ellos daría un número mucho mayor
al de los otros, esos que empujan a la nación hacia un desatino inviable.
A raíz del más reciente descalabro nacional, donde el despilfarro
y la corrupción provocaron un hoyo financiero sin precedentes en la historia democrática del país, los jóvenes dominicanos
comenzaron a compartir ideas en voz alta. A todos los movía un mismo
combustible: la indignación.
Algunas de las más importantes movilizaciones ocurrieron en el
Parque Independencia o frente a la Fundación Global; otras, en cambio, fueron
convocadas en las redes sociales. Allí también acudió una multitud de
dominicanos que ya no estaban dispuestos a ser indiferentes y a quedarse
callados.
Una de las mejores maneras que se tiene ahora de contar lo que se
dijo y se hizo en esos días, es reuniendo la gráfica que se produjo para cada
movilización. Decenas de diseñadores crearon obras que, más allá de su valor
circunstancial, pueden atesorarse como verdaderos ejemplos de la creatividad
dominicana.
Hace ya 10 años que conocí a Mario Dávalos, Maurice Sánchez y
Ángel Rosario. En aquel momento ellos tres acababan de crear el colectivo
Shampoo, donde estaban dispuestos a “lavarnos el cerebro” con un arte
provocador, sin prejuicios ni concesiones estéticas.
Por ellos descubrí a todo un movimiento de jóvenes, creativos y
diseñadores, que producían y compartían en galerías y colmadones (aún no
existían las redes sociales) una gráfica verdaderamente revolucionaria. Entre
ellos sobresalía ModaFoca, donde Ian Víctor y Jorge González traducían a íconos
las claves de la cultura popular dominicana.
Por esa misma época llegó Roberto Salcedo a la alcaldía del
Distrito Nacional. Durante sus primeros meses de labor se produjo un cambio
alentador. Parecía que los espacios públicos dejaban de estar en manos de la
politiquería y empezaban a trazarse con el criterio de los urbanistas.
La alegría no duró mucho. Pronto Salcedo confundió a la ciudad con
una escenografía y comenzó a hacer chistes sobre ella. Una de sus peores bromas
fue el Zooberto, un terrible parque que, cada vez que un visitante lo descubre,
convierte a Santo Domingo en un hazme reír.
Es una lástima que tantos creadores capaces, con tantos deseos de
hacer cosas positivas por su ciudad, no tengan acceso, por ejemplo, a las
vallas del Ayuntamiento. Esos espacios, que pagamos todos con nuestros
impuestos, deben destinarse a promover una verdadera cultura ciudadana y no el
ego de Salcedo, quien ha llegado a
ilustrar un mensaje a favor de la mujer con su propia cara.
Santo Domingo fuera una ciudad muy diferente si la creatividad de
sus artistas tuviera más espacio en ella. En su canción, Fito Páez se pregunta
para qué y por qué estamos distanciados, de ahí en adelante comienza a buscar
la manera de establecer contactos. Los que viven y crean en la capital
dominicana tienen que hacer lo mismo. Ya Narciso se ha expresado demasiado, es
hora de que lo haga Quasimodo.
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