Éramos un pueblo feliz que ordeñaba sus
vacas,
y cosechaba los frijoles, las hortalizas
y el arroz
para esperar los embates del invierno
(aunque todavía no sabemos a ciencia
cierta
en qué consiste esa estación del año).
Éramos un pueblo sonriente
que trabajaba de día y estudiaba de
noche,
usábamos arados, regadíos y libros
con la misma destreza
(heredada de los ancestros,
aquellos que eligieron nuestra cultura
y destinaron la símbolos que velaríamos).
Pero una noche entró un ciclón por la
ventana del fondo
y arrasó con todo lo que encontró a su
paso.
El ganado, los víveres, los implementos
agrícolas
y hasta los libros más valiosos salieron volando.
Pareciera que todo lo que teníamos
estaba hecho del mismo material.
Nuestros bienes se elevaron,
como hojas de papel, hasta perderse de
vista.
Desde entonces somos un pueblo oscuro,
desorientado
que lee noticias o bosteza en los
portales ruinosos.
Al principio culpamos a la falta de
preparación,
luego a la desconfianza en nosotros mismos.
Pero después de mundo indagar
advertimos que la verdadera causa de
nuestra desgracia
era mucho más simple de lo que suponíamos.
Todo no fue más que un descuido:
dejamos la ventana del fondo abierta
y por ahí entro el ciclón, en medio de la
noche,
disfrazado con la libertad de un aguacero.
Se han hecho muchos cálculos y todos
coinciden.
Estaremos pagando, por generaciones y
generaciones,
los perjuicios del acto involuntario,
casi infantil,
de tenerle miedo al calor y no conocer el
frío del invierno.
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