Cuando Carla, la joven amante de Marcelo Mastroniani llega
al Hostal del Ferrocarril, pide horrorizada que la lleven a un lavabo: “Los
trenes son terribles, me dejan las manos negras”, dice mirando a la cámara, alumbrada
por el halo melancólico que prima en casi todas las escenas de 8 ½.
En el Paradero de Camarones son muy pocos los que recuerdan
esa película de Federico Fellini, pero todos parecen personajes suyos cuando se
bajan de los trenes. Mientras avanzan por la carreterita (los 200 metros de
grava y hierbas que separa al andén del pueblo), se lavan las manos en el aire y
maldicen la grasa y el olor de los trenes.
Todos los que aparecemos en esa foto estuvimos en esa situación
infinidad de veces. Hubo una época en que ese camino se llenaba de viajeros al
menos ocho veces al día. No hubo nunca uno que no se lavara las manos en el
aire al pasar por él. Luego, cuando iban al cine Justo, no entendían que
Fellini hablaba también de ellos.
Aunque solo vieran a un tren llegando a una película
incomprensible, la estación del maestro Federico era muy parecida a la nuestra.
Un sitio donde los viajeros llegaban de ninguna parte, llenos de grasa y con un
olor que no había quién lo aguantara.
1 comentario:
Sería bueno que los Hermanitos Pompón se laven las manos de tanta sangre vana. Antes de que se mueran y los descarados les levanten estatuas de yeso. (Lemis)
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