Cinco kilómetros de cañaverales ininterrumpidos nos separaban de esa plaza demasiado pretenciosa para un municipio tan pequeño. Todos sus extremos estaban custodiados por fachadas impecables y monumentales: Un teatro con nombre de poeta, una iglesia, una biblioteca (aunque en mi época allí estaba la terminal de ómnibus), un liceo, un merendero, una fábrica de gofio y una pizzería. En el centro de todo quedaba el símbolo más importante: la glorieta donde nacía el eco del pueblo.
Como una manada de lobos, los varones dábamos vueltas sin parar en contra de las manecillas del reloj. En pequeños grupos, tratando de mantenerse a salvo, las hembras giraban a la inversa. En medio de ese “ritual”, todos nosotros nos enamoramos por primera vez y nos despedimos de nuestra adolescencia. No era nada del otro mundo, en verdad no había nada que hacer, todo consistía en ver pasar a la última mujer y en esperar una mejor suerte en la próxima vuelta en redondo.
2 comentarios:
Buen textículo. Una pregunta: en el parque central de Santa Clara, antes del 59, dicen que blancos y negros caminaban en grupos diferentes. ¿Te ha contado alguien si en Cruces ocurría lo mismo? Pura curiosidad. No sé si ese apartheid peatonal de Santa Clara era una exclusividad sudafricana de la ciudad o si era una costumbre de la época. Un abrazo,
Recuerdo unas vacaciones en Santi Spiritus, fue cuando conocí esa costumbre, la cual me parecío algo tonto en ese momento, ya que por haber nacido en la Habana me creia que todo lo que venia de las provincias era atrasado y cheo. Hoy, disfruto y admiro esas costumbres tan sanas y que segura estoy, fue el inicio de grandes romances por lo que me arrepiento una y mil veces no haber dado la vuelta al parque de SS en aquellas vacaciones, quien sabe que pudo haber pasado......
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