Releer es un acto mucho más placentero que leer. Uno sólo vuelve a los libros que no es capaz de abandonar. En algún momento, desarrollé una especie de adicción por ciertas obras de Truman Capote y Norman Mailer.
Cuando se nace en una tradición literaria demasiado proclive al adorno y al barroquismo, las páginas de Capote y Mailer resultaban una vacuna demasiado eficaz. Por eso, durante mucho tiempo y sin ningún éxito, traté de acercarme a esa modo tan límpido que tenían ellos de decir lo que había decir sin dar el más mínimo rodeo.
Cuando supe que Mailer había muerto, abrí uno de sus textos al azar y releí una vez más: “Yo: la máxima palabra del siglo veinte. Si existe una sola palabra que nuestro siglo haya sumado a la potencia del lenguaje, esa palabra es yo. Todo cuanto hemos hecho en este siglo, desde proezas monumentales hasta pesadillas de destrucción humana, fue siempre en función de ese extraordinario estado de la mente que nos autoriza a declararnos seguros de nosotros mismos cuando no lo estamos”.
Releyendo a Norman, despidiéndolo.
Cuando se nace en una tradición literaria demasiado proclive al adorno y al barroquismo, las páginas de Capote y Mailer resultaban una vacuna demasiado eficaz. Por eso, durante mucho tiempo y sin ningún éxito, traté de acercarme a esa modo tan límpido que tenían ellos de decir lo que había decir sin dar el más mínimo rodeo.
Cuando supe que Mailer había muerto, abrí uno de sus textos al azar y releí una vez más: “Yo: la máxima palabra del siglo veinte. Si existe una sola palabra que nuestro siglo haya sumado a la potencia del lenguaje, esa palabra es yo. Todo cuanto hemos hecho en este siglo, desde proezas monumentales hasta pesadillas de destrucción humana, fue siempre en función de ese extraordinario estado de la mente que nos autoriza a declararnos seguros de nosotros mismos cuando no lo estamos”.
Releyendo a Norman, despidiéndolo.
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