James Watson, uno de los hombres que desentrañó la estructura del ADN, acaba de provocar una oleada de indignación con una sola frase: “Nuestras políticas sociales se basan en el hecho de que la inteligencia de los africanos es igual a la nuestra, cuando todas las pruebas indican que en realidad no es así”.
No hay que ser Premio Nobel para llegar a la conclusión de que esa “teoría” es científicamente estúpida. A favor de Watson, que mereció el Premio de la Academia Sueca en 1953, sólo pudiéramos aducir una excusa. Tenemos evidencias recientes de otros hombres brillantes que, al llegar a la senilidad, se han puesto a reflexionar sobre un sinnúmero de sandeces.
Watson no es el primer científico que trata de probar que el coeficiente de inteligencia de los blancos es superior al de los negros. Eso no es lo que preocupa, lo que indigna. La infamia está en el caldo de cultivo, en esos sectores que necesitan creerse una raza superior para poder afirmarse a sí mismos.
Pero todos, hasta el mismísimo Watson, saben que en el fondo hay algo que es elemental: venimos del mismo mono.
No hay que ser Premio Nobel para llegar a la conclusión de que esa “teoría” es científicamente estúpida. A favor de Watson, que mereció el Premio de la Academia Sueca en 1953, sólo pudiéramos aducir una excusa. Tenemos evidencias recientes de otros hombres brillantes que, al llegar a la senilidad, se han puesto a reflexionar sobre un sinnúmero de sandeces.
Watson no es el primer científico que trata de probar que el coeficiente de inteligencia de los blancos es superior al de los negros. Eso no es lo que preocupa, lo que indigna. La infamia está en el caldo de cultivo, en esos sectores que necesitan creerse una raza superior para poder afirmarse a sí mismos.
Pero todos, hasta el mismísimo Watson, saben que en el fondo hay algo que es elemental: venimos del mismo mono.
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