Hay gente que uno no se imagina envejeciendo. Sospecho que eso nos sucede a todos y con individuos de la más variada calaña, aunque hay oficios que merecen la eterna juventud más que otros: ciertos músicos y algunos peloteros, por ejemplo. Bladimir Zamora ni es músico ni es pelotero ni nunca tuvo cara de joven, pero por su carácter y por su manera de entender las cosas que le rodean, no merece aún ser un señor de 55 años.
Conocí al Bladi cuando los años ochenta y el mundo en el que fuimos criados se estaban acabando. La casona de Paseo donde habitaba El Caimán Barbudo tenía los días contados y sus inquilinos estaban aprovechando aquella cuenta regresiva al máximo. Un encuentro de jóvenes creadores, auspiciado por la revista, me hizo viajar en tren lechero desde Camarones hasta la Estación Central.
Además del Bladi, Bernardo Marqués y Alex Pausides (que eran los anfitriones), asistieron al convite Norge Espinosa (quien también ha tenido que seguir cumpliendo años muy a pesar suyo), Ramón Fernández Larrea, Víctor Rodríguez Delgado, Carlos Varela, Luis Alberto García y Sigfredo Ariel, entre otros tantos poetas, narradores y trovadores que mi memoria ya no alcanza.
Poco después de aquella semana dejé a Camarones para siempre y fijé mi residencia en la calle 11, a una cuadra de Paseo. A partir de ese momento y a bordo de una bicicleta china (que le asignaron al Bladi en la Editora Abril) atravesé parte de El Vedado, toda Centro Habana y algunas calles de La Habana Vieja para reunirme a diario con Zamora. Primero en La Gaveta (su mínimo habitáculo) y después en el viejo edificio del Diario de la Marina, donde se perpetró la revista Somos, un híbrido que ya no era ni El Caimán Barbudo, ni Somos Jóvenes, ni Juventud Técnica.
Pero si el medio día dentro de la Editora Abril era ocioso (no lo era más gracias a Armandito, Alí y Luis Felipe, tres mosqueteros con un humor a prueba del más especial de los períodos), las mañanas en La Gaveta eran el espacio ideal para sobrevivir en aquella Habana donde todos los días desaparecía algo para siempre.
Sin recuperar el aire, tenía que cargar escaleras arriba con aquella Forever que pesaba no se cuántas libras de acero muy oxidable. Cuando tocaba la puerta, Bladi me respondía con sus pesados pasos por la frágil escalera de la barbacoa. Ya el café estaba listo y sobre una mesa polaca y plegable, había un dominó oriental (de los que sólo llegan hasta el doble seis) y una hojita de lo que fuera para llevar las cuentas.
Aunque nos apasionábamos muchísimo con los resultados de cada data y tuvimos no pocas y muy acaloradas discusiones (Sigfredo Ariel es testigo de lo que digo), lo más importantes de aquellos encuentros era la música que se oía y todo lo que se hablaba. Porque si alguien que me lee no lo conoce, Bladimir Zamora es uno de los pocos conversadores de pura raza que le debe quedar al archipiélago cubano.
Cuando abandoné la Editora Abril para irme a México, primero, y a La Gaceta de Cuba, después, tuve que deshacerme también de la tradición de pedalear todos los días hasta La Gaveta para jugar aquel raro macht donde María Teresa Vera, Benny Moré, los tres Matamoros, Arsenio Rodríguez y la incombustible orquesta Aragón, entre muchísimos otros cubanos pertenecientes a la más selecta aristocracia sonora, no hicieron silencio ni por un segundo.
Aún hoy, cuando oigo ciertas melodías, tengo que remitirme sin remedio a aquellos días en que gracias a Bladimir Zamora pude vencer la abulia, la incertidumbre y, sobre todas las cosas, entender muchas de las razones por las que uno tiene que seguir siendo cubano sin excusas ni pretextos.
Bladimir Zamora acaba de cumplir 55 años y lo único que puedo hacer para darle un abrazo es escribir esto. Este es mi modo de volver a pedalear hasta él y “darle agua” a todo el tiempo que he estado si oírle decir “¡Ducasio tocando el güiro!”, con el doble dos en la mano, feliz de poder pegarse con la ficha que menos lo esperaba.
Conocí al Bladi cuando los años ochenta y el mundo en el que fuimos criados se estaban acabando. La casona de Paseo donde habitaba El Caimán Barbudo tenía los días contados y sus inquilinos estaban aprovechando aquella cuenta regresiva al máximo. Un encuentro de jóvenes creadores, auspiciado por la revista, me hizo viajar en tren lechero desde Camarones hasta la Estación Central.
Además del Bladi, Bernardo Marqués y Alex Pausides (que eran los anfitriones), asistieron al convite Norge Espinosa (quien también ha tenido que seguir cumpliendo años muy a pesar suyo), Ramón Fernández Larrea, Víctor Rodríguez Delgado, Carlos Varela, Luis Alberto García y Sigfredo Ariel, entre otros tantos poetas, narradores y trovadores que mi memoria ya no alcanza.
Poco después de aquella semana dejé a Camarones para siempre y fijé mi residencia en la calle 11, a una cuadra de Paseo. A partir de ese momento y a bordo de una bicicleta china (que le asignaron al Bladi en la Editora Abril) atravesé parte de El Vedado, toda Centro Habana y algunas calles de La Habana Vieja para reunirme a diario con Zamora. Primero en La Gaveta (su mínimo habitáculo) y después en el viejo edificio del Diario de la Marina, donde se perpetró la revista Somos, un híbrido que ya no era ni El Caimán Barbudo, ni Somos Jóvenes, ni Juventud Técnica.
Pero si el medio día dentro de la Editora Abril era ocioso (no lo era más gracias a Armandito, Alí y Luis Felipe, tres mosqueteros con un humor a prueba del más especial de los períodos), las mañanas en La Gaveta eran el espacio ideal para sobrevivir en aquella Habana donde todos los días desaparecía algo para siempre.
Sin recuperar el aire, tenía que cargar escaleras arriba con aquella Forever que pesaba no se cuántas libras de acero muy oxidable. Cuando tocaba la puerta, Bladi me respondía con sus pesados pasos por la frágil escalera de la barbacoa. Ya el café estaba listo y sobre una mesa polaca y plegable, había un dominó oriental (de los que sólo llegan hasta el doble seis) y una hojita de lo que fuera para llevar las cuentas.
Aunque nos apasionábamos muchísimo con los resultados de cada data y tuvimos no pocas y muy acaloradas discusiones (Sigfredo Ariel es testigo de lo que digo), lo más importantes de aquellos encuentros era la música que se oía y todo lo que se hablaba. Porque si alguien que me lee no lo conoce, Bladimir Zamora es uno de los pocos conversadores de pura raza que le debe quedar al archipiélago cubano.
Cuando abandoné la Editora Abril para irme a México, primero, y a La Gaceta de Cuba, después, tuve que deshacerme también de la tradición de pedalear todos los días hasta La Gaveta para jugar aquel raro macht donde María Teresa Vera, Benny Moré, los tres Matamoros, Arsenio Rodríguez y la incombustible orquesta Aragón, entre muchísimos otros cubanos pertenecientes a la más selecta aristocracia sonora, no hicieron silencio ni por un segundo.
Aún hoy, cuando oigo ciertas melodías, tengo que remitirme sin remedio a aquellos días en que gracias a Bladimir Zamora pude vencer la abulia, la incertidumbre y, sobre todas las cosas, entender muchas de las razones por las que uno tiene que seguir siendo cubano sin excusas ni pretextos.
Bladimir Zamora acaba de cumplir 55 años y lo único que puedo hacer para darle un abrazo es escribir esto. Este es mi modo de volver a pedalear hasta él y “darle agua” a todo el tiempo que he estado si oírle decir “¡Ducasio tocando el güiro!”, con el doble dos en la mano, feliz de poder pegarse con la ficha que menos lo esperaba.
2 comentarios:
Hola buscando algo del Bladi encontre esto que alegria pues yo fui uno de esos fantasmas que paso por la casona del Caiman Barbudo, publique algunos premios en Poesia y desapareci porque es la naturaleza de un soñador traslucido mi nombre es Javier martinez Rodriguez por aquellos tiempos estudiaba medicina y escribia poemas como LUXUS el nombre de un libro secreto, admire muchisimo a Bladi no se si el pueda recordarme pero cuando regrese a Cuba sera lo primero en mi agenda ahora vivo en españa tarragona es facil encontrarme en FaceBook estas cafeterias del ciberespacio una abrazo fuerte mi correo hogarzulimat@gmail.com
Conocí a Bladimir Zamora cuando trabajaba en el Caimán Barbudo y también conducía un programa radial, creo que de Radio Ciudad de La Habana ("Pisando el césped"); eran finales de los 80. Yo era una adolescente y coincidimos pocas veces, dudo que se acuerde de mí. Aún conservo un libro que publicó por aquellos años y me firmó llamado "Memorias de Panchito". Gracias por esta entrada y por este blog. Saludos al Blado desde Galicia.
Publicar un comentario