Joshua Bell, uno de los violinistas más reconocidos del mundo, acaba de ser ignorado por 1,097 transeúntes en la céntrica estación de L'Enfant Plaza, en el corazón de la capital de Estados Unidos.
Durante 43 minutos, Bell tocó con su Stradivarius de 1713 (valorado en tres millones de dólares) las mismas piezas por las que cientos de norteamericanos acababan de pagar cientos de dólares en el Boston Symphony Hall. Pero al final del singular concierto callejero, apenas recaudó 32 dólares con 17 centavos.
Aunque por esos día el violinista recibió el premio Avery Fisher, el más importante de la música clásica, y su rostro estaba en las portadas de todos los diarios, sólo una persona lo reconoció.
Por eso es que siempre he creído que el wachiman que se amarga con las bachatas que suenan en su radiecito, es más auténtico y culto que los que se disfrazan de pies a cabeza y pagan lo que sea para ir al teatro a ver (que no es lo mismo que a oír) una música que ni entienden ni les gusta. Al menos él sabe quién es y disfruta de su identidad sin remordimientos.
Durante 43 minutos, Bell tocó con su Stradivarius de 1713 (valorado en tres millones de dólares) las mismas piezas por las que cientos de norteamericanos acababan de pagar cientos de dólares en el Boston Symphony Hall. Pero al final del singular concierto callejero, apenas recaudó 32 dólares con 17 centavos.
Aunque por esos día el violinista recibió el premio Avery Fisher, el más importante de la música clásica, y su rostro estaba en las portadas de todos los diarios, sólo una persona lo reconoció.
Por eso es que siempre he creído que el wachiman que se amarga con las bachatas que suenan en su radiecito, es más auténtico y culto que los que se disfrazan de pies a cabeza y pagan lo que sea para ir al teatro a ver (que no es lo mismo que a oír) una música que ni entienden ni les gusta. Al menos él sabe quién es y disfruta de su identidad sin remordimientos.
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