En Tren de escombros, una viñeta de Atlántida, Marino Vega se baja de la 61620 y sostiene una breve conversación con mi abuelo Aurelio en el andén de mi casa, la estación del Paradero de Camarones. Hoy, en una página de Facebook dedicada a los ferroviarios cienfuegueros, encontré esta foto.
En la imagen, publicada por Faustino Vázquez, aparecen Marino y la 61620 en el patio de la estación de Candelaria. Aunque esa locomotora sirvió casi toda su vida al tren de viajeros entre Cienfuegos y Santa Clara, aquí aparece con un carguero de cereales, en dirección a la Terminal Marítima de la Perla del Sur.
Marino Pérez, alias Caballo Loco, era un mito en los ferrocarriles y uno de los héroes de mi infancia. Hacía correr aquellas pesadas moles soviéticas con una ligereza increíble, incluso en los tramos en mal estado. Nunca se descarriló su tren y casi nunca llegaba con retraso.
—El maquinista es Caballo Loco —solía decir mi abuelo, reloj en mano—, vamos a llegar a la hora.
En el curso escolar 1984-85 acumulé tantos libros que mi madre tuvo que ayudarme a regresar a casa. Viajamos en un tren al que llamaban el lechero, porque paraba hasta en los apeaderos y tardaba medio día en recorrer los 282 kilómetros que hay, por la Línea Sur, entre La Habana y Cienfuegos.
—El maquinista es Caballo Loco —me dijo Lérida—, vamos a llegar a la hora.
Helemenia, la esposa de mi tío Roberto Yero, era prima hermana de Mario, y eso —según los códigos de los ferroviarios de aquella época, que respetaban hasta los más lejanos vínculos de sangre— nos hacía familia. Marino siempre se bajaba de la locomotora para darle un abrazo a mi abuelo. A mí, cuando era pequeño, me cargaba y me daba un beso.
Si el tren tenía que esperar un cruce, me hacía señas para que subiera con él a la locomotora. El Paradero de Camarones visto desde allá arriba se veía muy diferente que a ras del suelo. Siempre que bajaba de la 61620 me sentía con superpoderes y, la mayoría de las veces, me ponía a jugar a que yo era Caballo Loco.
Imitando los sonidos y el silbato de la locomotora, hacía que mi carriola —así le decíamos a los patinetes en mi pueblo— alcanzara una velocidad increíble. A diferencia de Marino, yo no siempre lograba frenar a tiempo. Justo en el momento en que mi abuela Atlántida empezaba a empavesarme las rodillas de mentolate, perdía todos mis superpoderes.