Todavía no me explico qué vio Marta Valdés en mí. Lo cierto es que un día, después de escucharme leer un poema, se me acercó. Caminó despacio, con las manos tomadas en la espalda. Me miró de arriba abajo con una expresión atemorizante y, después de un silencio que se me hizo eterno, por fin habló.
—¿Es cierto que eres graduado de dirección teatral? —me preguntó.
—Sí —le respondí con un intimidado hilo de voz.
—¿Te gustaría dirigir mi Peña en la casona de Teatro Estudio?
No sabía de qué se trataba, pero acepté sin pensarlo. Entonces me explicó que era un espacio donde ella cantaba, acompañada por Gema Corredera y Pavel Urquiza. Además, actores invitados decían poemas y representaban monólogos o pequeñas escenas de obras.
Todos los sábados, dos horas antes de que empezara la Peña, debía sentarme junto a ella a revisar el guión. A lápiz, con una punta afiladísima, apuntaba los cambios. Aunque siempre acabábamos improvisando, necesitaba que todo estuviera previsto hasta en los más mínimos detalles.
—Sólo se puede improvisar —me decía—, cuando se sabe muy bien lo que se quiere hacer.
Fundamentaba cada instrucción o corrección. Eso convertía sus comentarios en valiosas lecciones. Sus conocimientos de música, literatura y cultura cubana acababan avasallándome. Esas dos horas que compartí con ella, sábado tras sábado, para mí cuentan como una carrera universitaria.
Con el tiempo advertí que aquella expresión atemorizante, no era más que la armadura con la que se protegía uno de los corazones más nobles y generosos que llegaría a conocer en mi vida. Gema y Pavel, que la acompañaron nota a nota en aquella aventura, no me dejarán mentir.
El día que se enteró que me casaría con la madre de mi hija Ana Rosario, me exigió que la boda fuera en la Peña y que todos nos disfrazáramos con los vestuarios de las obras de Teatro Estudio. Luego me preguntó qué regalo quería. Le pedí algo que creí imposible: que Elena Burke cante.
Cuando llegamos al patio del caserón ya ella estaba disfrazada, guitarra en mano. A su lado, Elena Burke empezaba a impacientarse con el calor que le daban aquellos tules. Fue la única vez que todo fue totalmente improvisado. Aún hoy no puedo escuchar sus canciones sin verla delante de mí, mirándome de arriba abajo, con las manos tomadas en la espalda, intimidándome.
Tú no sospechas, Marta Valdés, todo lo que te debo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario