(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
A
los 79 años, Mario Vargas Llosa sigue siendo un hombre capaz de batirse con un
mundo de cambios radicales. Sus fuerzas aún le alcanzan para denunciar con
energía los abusos del totalitarismo y la discriminación. Su lucidez, siempre
llega puntual para alentarnos de lo que va mal.
La
pasada semana, en México, criticó la progresiva desaparición o la reducción al
mínimo de las clases de literatura en el currículo escolar, frente a las
materias “más prácticas”, esas que permiten encontrar mejores trabajos y mayores
sueldos.
“No
hay que creer que el soñar, el desear cosas distintas, es un quehacer
superfluo, suprimible o secundario”, advirtió el gran novelista. Esa frase me
hizo recordar los primeros libros que leí y todo lo que les sigo debiendo.
Corrían los años 70 y mis padres se acababan de divorciar.
Tenía
6 años cuando me llevaron a la estación de ferrocarril donde vivían mis abuelos
maternos. Ese día comenzó en verdad mi infancia. Mi abuelo Aurelio era
ferroviario y, sobre todo, un gran lector. En su vitrina, junto a los registros
de trenes y los itinerarios, estaban sus libros.
El Paradero de Camarones era muy pequeño y desolado; pero en compañía de Emilio Salgari, Julio
Verne y Mark Twain se me hizo inmenso. Debí parecerle alguien muy extraño a los
que me veían solo en el andén, con un turbante en la cabeza y un cuje de
guácima atado a la cintura, como si fuera la cimitarra de Sandokán.
Cuando
terminé todas las aventuras del Tigre de la Malasia, me enrolé en el Nautilus
junto al Capitán Nemo. Entonces los cañaverales se trocaron en un océano por el
que navegué veinte mil leguas. Todavía la forma de ser del personaje de Verne me
sigue inspirando.
Pero
ningún libro me influyó tanto en aquella época como “Las aventuras de Tom
Sawyer”, de Mark Twain. Gracias a sus páginas, todo a mi alrededor empezó a
transformarse. Incluso le perdí el miedo a la callecita oscura por la que tenía
que ir al cine, porque me creía acompañado por Huckleberry Finn.
Luego,
ya en la adolescencia, vinieron “El guardián en el centeno”, de J. D. Salinger;
“El gran Meaulnes”, del soldado Alain-Fournier; “El vino del estío”, de Ray
Bradbury; y la novela preferida de mi abuelo (que he tenido que releer dos
veces para tratar de entender todas las cosas que él me decía de ella): “Moby
Dick”, de Herman Melville.
He
leído muchos más libros, algunos de ellos acabaron influyéndome muchísimo de
adulto; pero me hubiera sido imposible ser el Camilo que soy (para bien y para
mal) sin la ayuda de Salgari, Verne, Twain, Salinger, Fournier, Bradbury y
Melville.
A
veces, cuando tengo que hacer tiempo entre una reunión de trabajo y otra, me
“escapo” para la librería Cuesta. Casi siempre eso acaba siendo una mala
decisión, porque me entretengo y termino llegando tarde a la próxima cita. Me
ha pasado muchísimas veces. Afortunadamente vivo en una ciudad donde el tráfico
es una excusa perfecta, irrefutable.
Cuando
defendía la importancia de las clases de Literatura, Vargas Llosa advirtió que
“no hay que creer que el soñar, el desear cosas distintas, es un quehacer superfluo,
suprimible o secundario”. Luego, dijo algo que yo, gracias a mis libros,
experimento a diario: “La buena literatura nos enfrenta con un mundo mucho mejor
que el mundo en que vivimos”.
Un
ingeniero no necesita a William Faulkner para sus cálculos, un economista no
precisa de Joseph Conrad para sus cuentas, un médico no tiene que acudir a Thoman
Mann para salvar a un paciente; pero, por más éxito profesional que
tengan, sus vidas acaban siendo más pobres sin ellos.
No
me imagino mis años de estudio sin Literatura, la asignatura que me enseñó a
soñar. Son las 9 de la mañana. Dentro de dos horas tengo una importante reunión
de trabajo. Creo que me da tiempo a pasar por la librería Cuesta. Ojalá que los
que me esperan no lean esto.
2 comentarios:
Te entiendo perfectamente. La literatura era muy asignatura favorita.
wao...
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