(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
Tuve
la fortuna de tener como abuelo a un lector empedernido. Aurelio Yero Alonso
era el jefe de estación del Paradero de Camarones, un brevísimo pueblo perdido
en un mar de cañaverales, allá por la región central de Cuba. Cuando los
teléfonos no sonaban, eso quería decir que no venían trenes. Casi todo aquel
tiempo de ocio, era invertido en leer.
Así
fue que, siendo yo aún muy niño, puso en mis manos un manoseado libro con los
versos de José María Heredia, todo lo que encontró de José Martí y decenas de
novelas de dos escritores que me cambiaron la vida, porque llenaron de las
fantasías más estrambóticas el reducido universo de aquel pueblo donde todos
siempre iban de paso.
Emilio
Salgari y Julio Verne todavía me ayudan a combatir la abulia. Hace mucho que no
los releo, pero sus personajes nunca me dejan solo. Conviví tanto con ellos que
jamás he podido prescindir de su compañía. El capitán Nemo, Sandokán, Phileas
Fogg, el Corsario Negro, Miguel Ardan, Barbicane y Nicholl.
Todos
ellos, lo mismo en el mar que en el cosmos, a bordo de un submarino o un barco
pirata, en la mar Caribe o en las islas de la Malasia, me enseñaron a luchar
siempre del lado del bien. Soy cobarde, nunca he tirado un tiro, ni siquiera he
llegado a tocar un arma de fuego (eso se lo prometí a mi abuelo de niño), pero
al menos desde la imaginación he librado más de mil batallas.
Salgari
y Verne me enseñaron otra cosa muy importante. Por lejos y ajenos que parecieran
los lugares, la distancia nunca podía ser una excusa para ignorarlos. Emilio
Salgari jamás estuvo en el Caribe, sin embargo, nadie pudo escribir con más
pasión que él lo que fue este mar en la época de los corsarios y los piratas.
Cuando
Verne escribió “20 mil leguas de viaje submarino” y “De la Tierra a la Luna”,
era más que improbable navegar por debajo del agua o salir disparado hacia el
espacio sideral a bordo de un cohete. Eso no lo detuvo, todo lo contrario. Su
literatura acabó convirtiéndose en una decisiva fuente de inspiración para los
científicos que sí hicieron posible la mayoría de las cosas que él se había
imaginado.
Cuando
me fui haciendo mayor, mi abuelo comenzó a prestarme otros libros. Algunos de
aquellos ejemplares aún los conservo y los cuido con el mismo celo que él. Así
fue que Thomas Mann me trocó la cabeza. En esa novela, que el alemán escribió
en escenarios de la India, comprendí el conflicto que puede surgir entre la
vida y el arte o la inteligencia.
En
el año 2000, mientras preparaba las maletas para un viaje solo de ida a Santo
Domingo, me leí “La fiesta del Chivo”, de Mario Vargas Llosa. Creo que ningún
otro libro me hubiera explicado mejor lo que fue la dictadura de Rafael
Leonidas Trujillo y sus consecuencias en la sociedad y las identidades de
República Dominicana.
Luego,
ya de este lado del Paso de los Vientos, me leí dos libros de Edwidge Danticat.
“Cric, crac” y “Cosecha de huesos” fueron mis primeras lecturas en el exilio.
Además de los indiscutibles valores que tienen ambas obras, la circunstancia en
la que los leí me hizo desarrollar un especial apego por esos libros.
Releyendo
los cuentos de Juan Bosch y de Virgilio Díaz Grullón, seguí entendiendo lo que
nadie me podía explicar, ese subsuelo que jamás se encontrará por más que se
escarbe. Aún así, siempre sentí que me faltaba un personaje, alguien que me revelara
el resultado de tantos accidentes históricos.
Ese
tipo fue Oscar Wao. Gracias al personaje de Junot Díaz acabé de comprender lo
que ni siquiera yo, después de 10 años de permanencia aquí, dilucidaba. Como
pueden ver, le debo mucho a escritores que hablan de “lo que no saben” y que
meten las narices donde nadie los ha convocado.
Esos
intrusos en el polvo me enseñaron a formar parte de una generación que, en
honor a mi abuelo Aurelio, aquel viejo ferroviario que me convirtió en un
lector empedernido, quiero llamar “Los Hijos de Emilio Salgari”. Eso, solo eso.
1 comentario:
¡Qué hermoso, Camilo! Desnudas tu niñez, afloras los recuerdos que parecen no haberse desprendido nunca, como el terno equipaje, gracias por el pedacito que nos toca.
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