(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
República Dominicana merece tener un lugar más visible en el
mundo. Sobran las razones para que el lado Este de La Española aparezca con
unas letras de mayor puntaje en los mapas. Pero hay algo que conspira de manera
constante contra eso: los dominicanos casi no tienen ego.
En honor a la verdad le sobran las excusas para eso, desde la
nobleza de su carácter hasta el trágico peso de la historia. Esta nación tuvo
que esperar demasiado para dar con su identidad. Mientras las islas vecinas
establecían sus signos vitales y construían su propio yo, el dominicano padecía
un frustrante letargo de abandonos, dictaduras e invasiones.
Aunque todo eso ya ha quedado en el pasado, las consecuencias de algunos
traumas perduran. Santo Domingo tiene el malecón más hermoso del Caribe (La
Habana está en el golfo de México), pero los que viven en ella le dan la
espalda y miran para otra parte. Desconfían hasta de la belleza de esa Luna llena
que le cae encima al Jaragua.
En toda la región del Caribe no hay una autopista más exhuberante
ni con mejores paisajes que la Duarte. Pero lejos de reafirmar su potencial
turístico y sus incontables valores antropológicos, se arrabaliza día a día.
Eso permite que otras rutas de la región le tomen kilómetros de ventaja y sean
mucho más conocidas y admiradas.
Puerto Plata es la ciudad que mejor le da la cara al Atlántico. Se
dice, incluso, que es su novia. Su suerte, sin embargo, parece la de una viuda.
Las cosas en ella, lejos de rejuvenecerse y prosperar, menguan o se mueren. Una
vez más, el dominicano cede ante la mala suerte y no le echa mano a su ego para
sobreponerse.
Al igual que Puerto Plata, Montecristi es una ciudad con un
patrimonio arquitectónico único. Pero ambas comparten también un sino trágico.
Ya una vez fueron desmanteladas por la desidia y la falta de voluntad para
enfrentar la historia. Monteplata (pueblo hecho con los restos de los nombres y
las poblaciones de ambas) es el mayor símbolo que se pueda tener de esas
frustraciones.
Además de peloteros y ritmos contagiosos, en República Dominicana
se producen incontables valores. Muchísimas cosas del país merecen ser tan
admiradas como los batazos de Albert Pujols y las canciones de Juan Luis
Guerra. Pero los que las producen tienen que creer más en ellas, en ellos.
Basta con salir al aire libre del país un sábado en la mañana y
respirar esa brisa transparente y cariñosa que circula por todas partes. Si nos
abstraemos de todo lo que nos hace reventar de rabia de lunes a viernes, si
ignoramos por unas horas la frustrante politiquería y la asfixiante
irresponsabilidad de algunos, descubriremos a un país que en verdad nunca se
nos va a agotar.
Hay muchas tareas urgentes por delante. Quizás la más importante
de todas es alfabetizar a todos los que aún no saben leer y escribir. Es una
vergüenza presumir del siglo XXI a sabiendas de que 700 mil dominicanos no han
podido salir del XIX.
Justo por eso eso hay que empezar a sembrar ego. Ya no se puede
esperar más. Cada dominicano tiene que saber que se merece el amor propio del
resto de los habitantes de esta media isla.
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