La última vez que lo vi fue en el restaurant del hotel Pasacaballos. Debió ser a mediados de los años noventa. Efraín Loyola se sentó en el centro del inmenso espacio y desenfundó su flauta. De un escupitajo puso el instrumento a tono. Dos piezas después, varios músicos de la Orquesta Revé (que tocaban en los carnavales de no sé dónde y estaban hospedados allí) dejaron de comer y se sumaron a la descarga.
Fue fundador de la Orquesta Aragón y, durante casi un siglo, el flautista predilecto de los bailadores cienfuegueros. Su presencia era tan indispensable como los leones del Prado, los gorriones del parque Martí o los alcatraces del muelle Real. Fuera de la Perla del Sur no era tan conocido, pero dentro de la ciudad era un icono que se saludaba con esa gentil irreverencia que tiene el día a día municipal.
—¿Qué dice el Loyo?
—¡Aquí, soplando!
No podría decir cuántas veces vi esa escena en el boulevard de San Fernando. Siempre que el viejo pasaba con su panchanguita (la corona que solían llevar los reyes del son), había un cienfueguero dispuesto a hacerle la misma pregunta. Como él también respondía de idéntica manera, el tiempo en la ciudad no parecía pasar nunca.
La noticia de su entierro no es suficiente. Es muy difícil aceptar la idea de que algo que forma parte esencial del paisaje de una ciudad desaparezca de la noche a la mañana. Por eso los cienfuegueros tendrán que aprender a lidiar con el fantasma del viejo Loyola. Pasarán muchos años antes de que el eco de su flauta se apague. Mientras tanto, la gente lo seguirá saludando al pasar.
—¿Qué dice el Loyo?
—¡Aquí, soplando!
1 comentario:
Muy bueno poeta. Un abrazo.
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