A finales de los años 80, mientras cumplía mi servicio social (ese eufemismo que ideó el régimen de Cuba para cobrarnos los estudios), solía ir a almorzar con mi madre a los comedores de los ferroviarios en las estaciones de carga y de viajeros que tenía Cienfuegos en aquel entonces.
Gracias a ese privilegio —que me concedió Esteban Darias, quien dirigía los FF.CC. en la Perla del Sur—, probé los guisos de Riverón, un cocinero del barrio de Reina que hacía las mejores minutas que he probado hasta hoy. Allí, también, desarrollé mi gusto por la panza, un plato difícil que acaba convirtiéndose en una adicción.
Los callos, así le llaman en España, no se mencionan directamente en el Quijote, pero se cree que Cervantes se refiere a ellos cuando menciona “una olla de algo más vaca que carnero”. En La vida del Buscón, de Quevedo, ya son un símbolo de pobreza y picardía. Galdós y Baroja se los servían constantemente a sus personajes.
Miguel Ángel, el esposo de Julia —nuestros compañeros en el Camino de Santiago—, me hizo este regalo. Mientras andábamos hacia Santiago de Compostela, fuimos compartiendo nuestras comidas preferidas. Así fue como supo que los callos me encantaban.
Antes de irnos a esperar el tren en la estación de Sevilla, él fue hasta El Viso del Alcor —su pueblo— por menudo (así le llaman allí). ¡El mejor que me he comido en mi vida! No por gusto es el plato típico de ese pequeño pueblo andaluz. Los acompañé con un crianza de Carmelo Rodero, el vino preferido de nuestro amigo.
Todos estos recuerdos me vinieron a la cabeza mientras disfrutaba esa menuda delicia de El Viso del Alcor. Gracias otra vez, Miguel Ángel.
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