(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
A
mediados de los años 80, cuando Diego Armando Maradona era el mejor futbolista
del mundo, la música se oía en radiocasseteras y “We Are The World” era la
canción más tarareada del planeta, yo estudiaba teatro en la Escuela de Arte
de La Habana.
Una
tarde nos programaron una clase magistral con una de las artistas más
importantes de Cuba. Estaba vestida como Olivia Newton John y se movía como
Jenifer Beals en Flashdance. Era rubia y fumaba sin parar, como si necesitara
estar siempre dentro de una nube.
El
arte para ella era esencia, honestidad y, sobre todo, una necesidad imperiosa
de decir algo. Detestaba la belleza y todo lo que podía convertirse en un
adorno o algo pueril. Me veo claramente en una de las aulas de aquella escuela,
mirándola encandilado.
Entonces,
Marianela Boán ya era uno de mis referentes. Su necesidad casi compulsiva de
estar a la vanguardia y de crear de manera constante, se convertía en un reto
para todos nosotros. Cada vez que citaba a alguien, yo lo anotaba para después
buscarlo en la biblioteca.
Explicaba
con tanta convicción para qué le servía la creación, que uno llegaba a
abstraerse de la rubia que tenía delante (alguna vez Leonardo Padura escribió
que era de las que paraban el tráfico) y solo veía a la representación del
verdadero artista.
30
años después, Marianela Boán sigue siendo un referente que aún permanece a la
vanguardia y crea de manera constante. Además, se ha convertido en maestra de
varias generaciones de bailarines, actores y coreógrafos, compartiendo con
ellos la esencia de su vital legado.
Después
de producir y dirigir algunas de las piezas más importantes de la danza y el
teatro cubano de la segunda mitad del siglo XX, vivió en Estados Unidos por 8
años, donde fundó una nueva compañía y creó una serie de obras donde ofrece un
visceral testimonio de la sociedad norteamericana y su experiencia personal
dentro de ella.
Pero
llegó un momento en que el frío de Filadelfia estaba a punto de quebrarla y
decidió volver a sus orígenes. Aunque no gusta de echar raíces, el Caribe es su
hábitat. Fue así que, gracias a Freddy Ginebra y al Ministerio de Cultura,
República Dominicana se convirtió en su nueva casa.
Sus
dos primeras obras creadas en el país, Sed (2011) y Caribe Deluxe (2013),
son una lectura excepcional de algunas de las claves que definen a la sociedad actual, para bien y para mal. Ambas puestas en escenas se suman como
una valiosa renovación en la danza contemporánea dominicana.
Pero
el más importante aporte de Marianela Boán al país que le abrió de par en par
las puertas a su creatividad, es la formación de un grupo de bailarines y la
transferencia que ha hecho a ellos de sus conocimientos y experiencias. La obra #Propulsión, que acaba de estrenarse en Bellas Artes es la prueba más
fehaciente de ello.
El
espectáculo comienza con una luz cenital sobre un círculo de tiza y la voz en
off de la propia Marianela: “Esta obra reflexiona sobre la circularidad natural
de la vida, versus la ilusión de linealidad, entendida como progresión y meta.
Explora la energía del recorrido circular y la propulsión que produce en los
cuerpos hacia el vuelo o la destrucción”.
Una
vez que el círculo de tiza es ocupado por espectadores (que luego grabarán y
postearán con sus celulares lo que ocurre), los bailarines comienzan a recorrer
esa vuelta en redondo que va desde el nacimiento hasta la muerte, pasando
siempre a través de esa línea recta que es el azar.
Al
final la rubia preciosa que entró a mi aula a darnos una clase magistral, acabó
en los brazos de mi hermano Alejandro Aguilar, quien ha recorrido junto a ella —al
lado del camino— las innumerables rutas que han definido su experiencia de
vida.
Estar
cerca de sus impacientes movimientos y de su creatividad me ayuda cada día a
pensar mejor y, sobre todo, a ser mejor. Ahora el gran futbolista del mundo es
Lionel Messi y la música se oye de manera virtual, pero el talento de
Marianela Boán me sigue encandilando como el primer día. El tiempo en ella no
pasa, gira.
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