(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
Todas
las generaciones tienen cosas de las que vanagloriarse y cosas de las que
avergonzarse. La historia que las acompaña define su identidad y luego se
convierte en su nostalgia, en eso que les permitirá envejecer sin dejar de
llevar el ímpetu de la juventud por dentro.
A mi
generación le tocó nacer en una de las épocas más revolucionarias. Luego crecimos
cuando la música se revolucionó como pocas veces y maduramos mientras se
producía la más grande revolución que
hayan tenido jamás las comunicaciones.
Podría
asegurarse que, incluso los más conservadores de nosotros, llevan un gen
revolucionario en alguna parte de su ADN. Nacimos en la década de la Primavera
de Praga, Mayo del 68 y la Revolución Cubana (no me refiero al reducto de
octogenarios que sostiene una dictadura, sino al ejército de muchachos,
barbudos y utópicos, que tomó al futuro por asalto).
Luego
nos tocó crecer con la mejor banda sonora posible. Los dioses del rock and roll
construyeron para nosotros unas escaleras al cielo. Y por ellas subimos,
confiados de que a la altura del año 2000, el mundo sería tal como nos lo
habían prometido los tipos más soñadores que teníamos a nuestro alrededor.
El
cambio de siglo y de milenio no pudo ser más decepcionante. Es cierto que a
finales del siglo pasado se derrumbaron las dictaduras socialistas de Europa, pero
la unificación de Alemania solo consiguió que los mapas cambiaran de color.
La
demolición en Berlín de la muralla más oprobiosa que ha construido el hombre, no
tuvo el mismo impacto en la imaginación de las futuras generaciones que los sucesos
de Praga, París y Tlatelolco. Poco a poco las ideas y las convicciones han ido
perdiendo terreno frente a las tendencias.
Como
dice Kevin Johansen, ahora todo tiene logo y si no tiene, falta poco. Incluso
los iconos más reconocibles e inspiradores, tipos como Einstein o Lennon, se han
convertido en adornos que a es vela gente lleva en el pecho por chulería, pero no
porque signifiquen algo.
Tanto
nos hemos acostumbrado a la banalidad, que somos capaces de salir corriendo a
buscar un par de zapatos con la punta aún más fina, porque los que tenemos la
tienen fina, pero no tanto, y los demás pueden pensar que nos hemos quedado
atrás.
Si
usted se asoma ahora mismo en un centro comercial, descubrirá que todos parecen
estar uniformados. Las tendencias se asimilan en masa y por temporadas, sin
hacer el más mínimo cuestionamiento. Cada cuatro meses se cambian roperos
enteros por tal de parecerse a los muñecos que hay en los escaparates de las
tiendas.
La
música de moda lleva tanta velocidad que no le da tiempo a decir nada. Por eso
se está extinguiendo aquella antigua costumbre de oír las canciones. Ahora,
cuando alguien pone a su cantautor preferido, lo usa como un sonido de fondo,
para ponerse a conversar o a chatear, pero no para realmente escucharlo.
Los
gurús de las comunicaciones aseguran, con razón, que vivimos en la era de la
reputación. Ahora se puede medir, en tiempo real, la percepción que tienen los
demás de todo, desde la más grande transnacional hasta el individuo más
solitario y anónimo del planeta.
Pero
esa gigantesca capacidad que disponemos para compartir cosas, la mayoría de las
veces se desaprovecha en frivolidades y ridiculeces. A lo mejor estoy
equivocado, quizás es que ya empecé a envejecer y estos son los primeros
síntomas de mi decrepitud.
Si
es así, les pido que me disculpen. Pero hablo desde el punto de vista de una
generación a la que los dioses del rock and roll le construyeron escaleras al
cielo. Por eso ahora hago el esfuerzo de mirar desde arriba: Al final tender o
no tender es irrelevante. La cuestión sigue siendo ser o no ser.
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