Conocí a Arístides Vega Chapú a finales de la década de los ochenta. La primera vez que nos abrazamos puso en mis manos un capítulo de una novela que estaba escribiendo (algo insólito para nuestra generación en aquel entonces). Nunca más supe de ella y de él apenas recibí noticias de año en año. Hace unas semanas, reaparecieron los dos.
Entonces yo aún vivía en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones y recibía constantes visitas de Evelio Luis Capote (un raro y talentosísimo individuo que siempre quiso vivir en el siglo XIX, pero que fue forzado a nacer en la Cuba de la segunda mitad del siglo XX. Luego, también de manera inexplicable, murió en España sin haber podido escribir ninguno de los libros que tenía en la cabeza).
A insistencia de Evelio, hice mis maletas y me fui a Matanzas, una ciudad que, según él, tenía más poetas que casas en ruinas. Viajé en tren lechero desde Cienfuegos hasta Unión de Reyes. Allí una máquina del ANCHAR (aquellas que eran anaranjadas y aún conservaban anuncios de los 50 por dentro) me llevó, por una rara carretera que atravesaba rarísimos pueblos, hasta Matanzas. Alfredo Zaldívar me dio la bienvenida y, sin yo pedirlo, las llaves que abrían las puertas indispensables de la ciudad.
Zaldívar entonces era el director de la Casa del Escritor y de las Ediciones Vigía (aquellos libros hechos a mano que en algún momento el oportunismo le echó mano). Arístides, era el administrador de la librería El Pensamiento, donde se vendían libros de uso y se salvaguardaban autores prohibidos. Entre esas ocho paredes están encerrados todos mis recuerdos de esa ciudad, donde las ruinas que se erigían en ambas orillas del río San Juan se fueron extendiendo como una epidemia.
Todas las tardes, Zaldívar y yo cruzábamos un puente de hierro y bajábamos por la Calzada de Tirry hasta la minúscula casa donde vivían Arístides, la poeta Bertha Caluff y su hija Salma Lucía. Mientras Bertha cocinaba unas berenjenas (nunca supe dónde las conseguía), Arístides nos leía capítulos de una novela en la que Rita Montaner, María Teresa Vera y Bola de Nieve cantaban y vociferaban sobre una isla donde todos los recuerdos se confundían. En la XXV Feria Internacional del Libro de Miami, en ausencia de Arístides, que vive ahora en su Santa Clara natal, se presentó Un día más allá.
La nota del reverso de portada dice que el autor “propone una visión interactiva de la historia de un país, a través de personajes de oficios, credos y edades diferentes, que tienen en común el estar inmersos en la difícil y contradictoria realidad que ellos testifican a través de sus historias personales con impresionante y absoluta honestidad”. Hoy recibí las fotos del lanzamiento.
En lugar de Arístides, aparece en ellas su hermano Heriberto Hernández (otros de los poetas villareños que se habían refugiado en aquella Matanzas que, como casi todos los espacios que vivimos entonces, no existe más). Como en las páginas de su obra, Arístides me cuenta lo que no pudo vivir como si lo hubiera vivido. Ese recurso, propio de la ficción, ha sido uno de los más eficaces que los cubanos han encontrado para enfrentar su realidad.
“Divertidos y desgarradores son los personajes que cobran vida en Un día más allá, empeñados en llegar desde el pasado hasta la actualidad”, es la más importante advertencia que le hace el editor de la novela a sus lectores. Yo les haría otra más, que tengan en cuenta de que entrarán a un lugar que probablemente nunca ha existido y del que nunca podrán salir ni olvidar nada. Esa condena a tener que vivir de la nostalgia y verse obligado a pernoctar en ella aun en las noches de mayor desarraigo, es lo que obliga a Arístides Vega a seguir contando las cosas con las que no puede hacer otra cosa.
El tren lechero en el que llegué a Unión de Reyes ya no circula, los que manejan las máquinas del ANCHAR ahora se llaman boteros (como si la isla fuera de agua y la única posibilidad de moverse por ella es a través de la navegación). No sabría cómo volver a usar las llaves que me regaló Zaldívar. De toda aquella época que conviví con Evelio Luis Capote, Alfredo Zaldívar, Bertha Caluff, Heriberto Hernández, Laura Ruiz, Teresita Burgos y Gisela Baranda, sólo quedan los murmullos que debe seguir dejando el río San Juan al pasar por debajo de todos aquellos puentes.
Eso es lo que vuelvo a escuchar cada vez que Arístides me escribe y me da un abrazo.
Entonces yo aún vivía en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones y recibía constantes visitas de Evelio Luis Capote (un raro y talentosísimo individuo que siempre quiso vivir en el siglo XIX, pero que fue forzado a nacer en la Cuba de la segunda mitad del siglo XX. Luego, también de manera inexplicable, murió en España sin haber podido escribir ninguno de los libros que tenía en la cabeza).
A insistencia de Evelio, hice mis maletas y me fui a Matanzas, una ciudad que, según él, tenía más poetas que casas en ruinas. Viajé en tren lechero desde Cienfuegos hasta Unión de Reyes. Allí una máquina del ANCHAR (aquellas que eran anaranjadas y aún conservaban anuncios de los 50 por dentro) me llevó, por una rara carretera que atravesaba rarísimos pueblos, hasta Matanzas. Alfredo Zaldívar me dio la bienvenida y, sin yo pedirlo, las llaves que abrían las puertas indispensables de la ciudad.
Zaldívar entonces era el director de la Casa del Escritor y de las Ediciones Vigía (aquellos libros hechos a mano que en algún momento el oportunismo le echó mano). Arístides, era el administrador de la librería El Pensamiento, donde se vendían libros de uso y se salvaguardaban autores prohibidos. Entre esas ocho paredes están encerrados todos mis recuerdos de esa ciudad, donde las ruinas que se erigían en ambas orillas del río San Juan se fueron extendiendo como una epidemia.
Todas las tardes, Zaldívar y yo cruzábamos un puente de hierro y bajábamos por la Calzada de Tirry hasta la minúscula casa donde vivían Arístides, la poeta Bertha Caluff y su hija Salma Lucía. Mientras Bertha cocinaba unas berenjenas (nunca supe dónde las conseguía), Arístides nos leía capítulos de una novela en la que Rita Montaner, María Teresa Vera y Bola de Nieve cantaban y vociferaban sobre una isla donde todos los recuerdos se confundían. En la XXV Feria Internacional del Libro de Miami, en ausencia de Arístides, que vive ahora en su Santa Clara natal, se presentó Un día más allá.
La nota del reverso de portada dice que el autor “propone una visión interactiva de la historia de un país, a través de personajes de oficios, credos y edades diferentes, que tienen en común el estar inmersos en la difícil y contradictoria realidad que ellos testifican a través de sus historias personales con impresionante y absoluta honestidad”. Hoy recibí las fotos del lanzamiento.
En lugar de Arístides, aparece en ellas su hermano Heriberto Hernández (otros de los poetas villareños que se habían refugiado en aquella Matanzas que, como casi todos los espacios que vivimos entonces, no existe más). Como en las páginas de su obra, Arístides me cuenta lo que no pudo vivir como si lo hubiera vivido. Ese recurso, propio de la ficción, ha sido uno de los más eficaces que los cubanos han encontrado para enfrentar su realidad.
“Divertidos y desgarradores son los personajes que cobran vida en Un día más allá, empeñados en llegar desde el pasado hasta la actualidad”, es la más importante advertencia que le hace el editor de la novela a sus lectores. Yo les haría otra más, que tengan en cuenta de que entrarán a un lugar que probablemente nunca ha existido y del que nunca podrán salir ni olvidar nada. Esa condena a tener que vivir de la nostalgia y verse obligado a pernoctar en ella aun en las noches de mayor desarraigo, es lo que obliga a Arístides Vega a seguir contando las cosas con las que no puede hacer otra cosa.
El tren lechero en el que llegué a Unión de Reyes ya no circula, los que manejan las máquinas del ANCHAR ahora se llaman boteros (como si la isla fuera de agua y la única posibilidad de moverse por ella es a través de la navegación). No sabría cómo volver a usar las llaves que me regaló Zaldívar. De toda aquella época que conviví con Evelio Luis Capote, Alfredo Zaldívar, Bertha Caluff, Heriberto Hernández, Laura Ruiz, Teresita Burgos y Gisela Baranda, sólo quedan los murmullos que debe seguir dejando el río San Juan al pasar por debajo de todos aquellos puentes.
Eso es lo que vuelvo a escuchar cada vez que Arístides me escribe y me da un abrazo.
5 comentarios:
Que pena, de Matanzas creo que tenías otros recuerdos, incluso más profundos, de los que sacastes un gran tesoro.
Estimado Camilo, si conmovido no fuese una palabra de la que hemos abusado demasiado pudiera definir con ella el estado en que he quedado al leer tu crónica. Pero prefiero decirte que me acercaste muchos recuerdos, tantos que ahora mismo no sabría si son ciertos o los he inventado. Pero nadie podrá negarme que viajé hasta mis antiguas casas, hasta los balcones de la Casa del Escritor desde los que se puede ver el rio San Juan, volví a sentirme bajo ese cielo que recuerdo mucho más azul de lo que podrá ser ahora. Me hiciste regresar a tiempos que aún no he olvidado, como tantas veces regresamos en nuestras conversaciones a esos momentos en que aún conservabamos la capacidad de poder contar nuestros sueños como episodios ciertos. Regresar para tomar algún aire oxigenado, para respirar algo más puro de lo que nos ofrece hoy el contaminado cielo. Por todo ello te agradezco tus palabras y te devuelvo mi aprecio y mi amistad, un abrazo, aristides.
Estimado Camilo, si conmovido no fuese una palabra de la que hemos abusado demasiado pudiera definir con ella el estado en que he quedado al leer tu crónica. Pero prefiero decirte que me acercaste muchos recuerdos, tantos que ahora mismo no sabría si son ciertos o los he inventado. Pero nadie podrá negarme que viajé hasta mis antiguas casas, hasta los balcones de la Casa del Escritor desde los que se puede ver el rio San Juan, volví a sentirme bajo ese cielo que recuerdo mucho más azul de lo que podrá ser ahora. Me hiciste regresar a tiempos que aún no he olvidado, como tantas veces regresamos en nuestras conversaciones a esos momentos en que aún conservabamos la capacidad de poder contar nuestros sueños como episodios ciertos. Regresar para tomar algún aire oxigenado, para respirar algo más puro de lo que nos ofrece hoy el contaminado cielo. Por todo ello te agradezco tus palabras y te devuelvo mi aprecio y mi amistad, un abrazo, aristides.
Estimado Camilo, si conmovido no fuese una palabra de la que hemos abusado demasiado pudiera definir con ella el estado en que he quedado al leer tu crónica. Pero prefiero decirte que me acercaste muchos recuerdos, tantos que ahora mismo no sabría si son ciertos o los he inventado. Pero nadie podrá negarme que viajé hasta mis antiguas casas, hasta los balcones de la Casa del Escritor desde los que se puede ver el rio San Juan, volví a sentirme bajo ese cielo que recuerdo mucho más azul de lo que podrá ser ahora. Me hiciste regresar a tiempos que aún no he olvidado, como tantas veces regresamos en nuestras conversaciones a esos momentos en que aún conservabamos la capacidad de poder contar nuestros sueños como episodios ciertos. Regresar para tomar algún aire oxigenado, para respirar algo más puro de lo que nos ofrece hoy el contaminado cielo. Por todo ello te agradezco tus palabras y te devuelvo mi aprecio y mi amistad, un abrazo, aristides.
Que nostalgia en lo que escribes.
Conocí y compartí Gisela y Bertha, en la misma clase en la Universidad de Santa Clara y Evelio, durante mucho tiempo vivió en mi casa, en Cruces. Aún conservo un libro donde me dedica un cuento.
Todo muy cerca y a la vez tan lejos.
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