
“La primera vez que conocí a Günter Grass −recuerda Dorfman−, nos peleamos furiosamente”. Corría 1975 y, de la mano de un amigo, el chileno se acercó al alemán para pedirle su adhesión a una carta gestada por varios intelectuales latinoamericanos (entre los que se encontraban Aberti, Cortázar, García Márquez y Matta) en “defensa de una cultura chilena amenazada por Pinochet”.
Antes de dar una repuesta, Grass hizo una pregunta: "¿Por qué no quieren asistir los compañeros socialistas chilenos a la reunión en defensa de los patriotas checos que se hará en Francia este verano?". Dorfman trató en vano de explicarle a Grass que para que su país se sacara a Pinochet de encima no se podía “perjudicar el indispensable apoyo de la Unión Soviética”.
Durante el resto de la conversación Grass se dedicó a cocinar una sopa y no dijo ni una palabra más. Sólo abrió la boca para despedirse: "Cuando algo es moralmente correcto −dijo−, hay que defenderlo sin preocuparse de las consecuencias políticas o personales que vamos a pagar". Desde los tiempos de Esopo, frases como esa reciben el nombre de moraleja.