(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
El
día que me propusieron escribir esta columna decidí dos cosas. Primero,
rendirle tributo con su nombre a una de las canciones que más he oído en mi
vida: “Construção”, de Chico Buarque. Segundo, escribirla siempre en tercera
persona. Prefería hablar de experiencias colectivas y eso me ayudaría mucho.
Hoy
quiero romper esa regla que me impuse a mí mismo. Hablaré en primera persona de
mi tercer padre. República Dominicana me ha hecho muchos regalos en estos 13
años. Aquí por fin entendí qué significa la palabra libertad. También logré que
mi hija creciera sin que nadie le dijera cómo tenía que pensar.
No
sé cómo cuantificar todo lo que he logrado en esta media isla. Pero sí puedo
asegurarles que nada o casi nada hubiera sido posible sin todo lo que él me ha
dado. Su apoyo, sus consejos, sus regaños, sus abrazos y su cariño han sido un
impulso indispensable para poder derrotar la melancolía del exilio.
Mi
primer padre se llamaba Serafín. Fue guerrillero (combatió junto a Camilo
Cienfuegos, de ahí mi nombre), pescador submarino, bailador de cha cha chá,
lector de diarios de guerra y novio de una lista de cubanas que, 20 años
después de su muerte, sigue creciendo.
Mi
segundo padre se llamaba Aurelio. Me llevaron a vivir con él a los cinco años,
el día en que mis padres lo dividieron todo. Fue ferroviario, campesino, ateo,
lector de grandes novelas y el único novio que tuvo en su vida mi abuela
Atlántida. Nadie influyó más en mí que él.
Mi
tercer padre se llama Freddy. Ha sido tantas cosas que no puedo describirlas.
Cuando en Casa de las Américas me dijeron que asistiría a la Feria del Libro de
Santo Domingo, alguien me advirtió que lo primero que tenía que hacer cuando
llegara era preguntar por Freddy Ginebra.
Una
vez que lo tuve delante y traté de presentarme, me dijo que ya conocía a
demasiada gente de mi país, que en su corazón no había espacio ni para uno más.
Esa misma noche me presentó como “el más chiquito de sus hijos cubanos”. En el
aeropuerto, al final del último abrazo, me hizo una pregunta.
—¿No
te gustaría vivir en mi media isla?
Unos
meses después, cuando por fin logré que dejaran salir a mi madre de Cuba,
Freddy me abrió las puertas de su reino. Todavía, más de una década después, me
resisto a vivir en la República Dominicana real. Sigo prefiriendo el país de
Freddy, donde la peor de las noticias se da con una sonrisa.
Hablo
de un lugar donde la gente se abraza y se quiere sin ninguna razón aparente.
Por mal que vayan las cosas, siempre hay un motivo para celebrar. El éxito más
pequeño se festeja por todo lo alto y, como en la tribu africana de Isak
Dinesen, la vida solo se vive en el presente.
A
Freddy Ginebra le debo tantas cosas que la vergüenza no me permite enumerarlas.
Ha estado ahí siempre, en los momentos más felices y en los más desagradables.
Nada ni nadie ha impedido que yo hunda mi cabeza en su pecho enorme cada vez
que necesito el abrazo de un padre.
Hace
poco más de dos años logró traerme un hermano. Cuando estoy con Freddy y
Alejandro Aguilar, disfruto algo que nunca antes había tenido. Soy hijo único, desconocía
esa parte de los lazos filiales. Luego fue el principal testigo del hallazgo de
Diana, donde también encontré un cuarto padre, don Jorge Sarlabous, tan cubano
como el primero y el segundo.
Estilos me hizo el enorme regalo de
poder compartir esta página con mi padre dominicano. Cada vez que escribo algo,
lo hago para que él me lea. A veces no me contengo y digo cosas que sé que no
le gustarán. Corro ese riesgo porque luego encontrará la manera más cariñosa de
decírmelo.
“Yo
no lo diría, pero sé que tú no podrías dejar de decirlo”, fue su más reciente
jalón de orejas. Gracias, Freduco, por no pedirme que me calle, pero, sobre
todo, por enseñarme a vivir todos los días del mundo como si siempre fuera
sábado.