(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
Hace
45 años, Punta Borrachón era uno de los lugares más olvidados e ignorados de
República Dominicana. Tras el ajusticiamiento de Trujillo, una nueva generación
soñaba con construir un país democrático y próspero. Entre ellos estaba un
muchacho que solía llamar la atención por sus empecinamientos en lograr cosas ‘imposibles’.
Por
una iniciativa de Lyndon B. Johnson, llegó al país un grupo de líderes
sindicales de Estados Unidos. Venían con el objetivo de crear una escuela de
marina mercante. Mientras los promotores del proyecto recorrían la media isla
para elegir el sitio, tuvieron varios inconvenientes por la barrera del idioma.
Como
él joven emprendedor hablaba inglés de manera fluida y conocía el país como la
palma de su mano (trabajaba en un negocio de maquinaria agrícola), el general
Antonio Imbert Barrera lo propuso como traductor. Fue así que entró en contacto
con los inversionistas y supo de sus planes.
Aunque
la salida de Johnson de la Casa Blanca paralizó el proyecto de la escuela naval,
los inversionistas decidieron comprar 56 millones de metros cuadrados en Punta
Borrachón. Por esos días, el joven ‘traductor’ había leído un reportaje en la
revista “Life” sobre una película que iban a filmar en un lugar de la costa del
Pacífico mexicano. Para poder alojar a los artistas y al equipo técnico,
tuvieron que construir un hotel.
Los
promotores del hotel pensaban que, una vez que se estrenara el filme, aquel
sitio se convertiría en un nuevo destino turístico. La película era “La noche
de la iguana”, basada en una obra de Tennessee Williams, dirigida por John
Huston y protagonizada por Richard Burton, Deborah Kerr y Ava Gardner.
El
sitio era Puerto Vallarta y la fotografías mostraba escenarios en el Hotel
Rosita, el Río Cuale y las playas del Pacífico. En un momento del reportaje,
Tennessee Williams recuerda un comentario que le hizo John Huston: “Puerto
Vallarta es Acapulco hace treinta años”.
El
filme tuvo un enorme éxito en todo el mundo. Cuando el joven dominicano se
volvió a encontrar con los inversionistas norteamericanos, no les habló de su
lectura en “Life”, tampoco mencionó a John Huston y mucho menos a Puerto
Vallarta. Se guardó el secreto de su fuente de inspiración y les dijo
directamente lo que él pensaba que había que hacer.
“Con
mucha decisión les propuse construir unas cabañas para poder pernoctar. Una vez
que gente famosa como ellos fueran al lugar, pasaran sus vacaciones y
comenzaran a salir en la prensa, todos querrían conocer y disfrutar del nuevo
paraíso que prefería la sociedad de Boston y Nueva York”, recuerda, 45 años
después.
El
arquitecto José Horacio Marranzini, el célebre Sancocho, acababa de hacerse una
cabañita al lado de la casa de su mamá. Tenía dos habitaciones, un baño y una
cocinita. Le había costado 4,800 pesos. Por eso el joven calculó que las suyas
acabarían costando 5 mil, sumando el transporte hasta un sitio tan apartado.
Una
semana después le preguntaron qué se necesitaba para empezar: “Un tractor —fue
su respuesta—, para abrir una trocha por la costa”. De Higüey al sitio donde por
fin se construyeron las cabañitas había, en ese momento, 86 kilómetros. Con el
tractor se aplanaría el terreno y se abriría paso. Eso podía reducir el
trayecto a 6 horas.
Luego
compraron dos plantas eléctricas y, por último, construyeron una pequeña pista
de aterrizaje. La mayoría de los que supieron de su empeño lo tildaron de loco.
Más de una vez las fotografías de las avionetas aterrizando dentro de nubes de
polvo provocaron risas y hasta burlas.
Cuatro
décadas después, la cabañitas se convirtieron en uno de los destinos turísticos
más lujosos del planeta. La pequeña pista de aterrizaje acabó siendo el primer
aeropuerto internacional privado del mundo y el mayor de la región del Caribe.
Aunque
hubo momentos tormentosos, días devastadores y años difíciles; el final de la
historia, fuerza de trabajo y constancia, es feliz. Como Punta Borrachón no era
un buen nombre para su sueño, Frank Rainieri decidió hacerle honor al paisaje
donde acabó construyéndolo.
A Tennessee Williams le hubiera encantado
conocer Punta Cana, el verdadero paraíso donde amaneció “La noche de la
iguana”.
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