Cuando yo era niño, todavía se conservaba el viejo caserón de madera donde mi abuela Atlántida tuvo la mayor desilusión de su vida. Antes de ser una gasolinera, el garaje de Luzbel Cabrera fue un salón de baile y allí tocaron, entre muchos otros, Arcaño y sus Maravillas, Arsenio Rodríguez y Barbarito Diez.
Cada vez que Atlántida oía a Barbarito cantando en la emisora de Cruces, se lo imaginaba con la cara de Humphrey Bogart y la destreza de Erroll Flint. Por eso la noche que descubrió que era un negro tieso lloró de la rabia. Aunque muchos años después, cuando supo que se había muerto, lloró de tristeza, libre ya de prejuicios y rencores.
La ponchera de Chola estaba justo en el camerino donde antaño descansaban los artistas. Allí deben retumbar todavía las voces adanzonadas y los martillazos que Jany, la nieta de Luzbel, dice recordar. Ahora el garaje es el punto más próspero de mi pueblo, aunque la gente poco pueden comprar en él, porque todo se vende en una moneda a la que ellos no tienen acceso.