18 junio 2021

Felicidades, Cucha


Diana Sarlabous dice que siempre me estuvo buscando. Pero que como soy tan entretenido, nunca me daba cuenta. Lo cierto es que nacimos en la misma Cuba, con solo unos meses de diferencia. Aunque a ella se la llevaron al exilio a los cinco años, volvimos a coincidir en cuanto pudimos.
Los dos llegamos a Madrid en el mismo verano, el de 1993. Quizás fue la dirección de un tren, el haber doblado una esquina antes o, peor aún, haber mirado para otro lugar… Luego, en 1998, cuando vine a República Dominicana por primera vez, ella acababa de volver.
Dos años después, ya vivíamos muy cerca, con apenas una avenida de por medio. “¡Ni así logré que te concentraras!”, me dice a cada rato. No fue hasta un enorme aguacero de julio de 2011 (uno de los más grandes que he visto, los carros flotaban como botes), en que por fin di con sus ojos… ¡y me encandilaron!
Hoy cumple 56 años. Según su cuenta, estuvimos casi 20 tratando de encontrarnos, pero la vida que he compartido con ella supera con creces todas las que viví sin sus pequeñas manos, sin sus miradas (desde las más tiernas hasta las más temibles), sin sus besos, sin sus regaños, sin su amor...
Primero queríamos que su regalo de cumpleaños fuera la nueva habitación que nos estamos construyendo en la Loma, pero el retraso por la pandemia acabó siendo irrecuperable. Luego me pidió que la sorprendiera. Pero como siempre necesita estar en control de todo, acabamos buscando el regalo juntos.
Celebraremos de la manera más simple, que es lo mejor que sabemos hacer. Al fin y al cabo nunca podremos organizar una fiesta más grande que aquel aguacero que la naturaleza nos regaló para que llegáramos flotando y, a pesar de todas mis distracciones, por fin reconociera al amor de mi vida.

16 junio 2021

El polvo del Sahara


El polvo del Sahara lo ha cubierto todo. Los colores de los atardeceres en la Loma de Thoreau han sido borrados por un gris constante y denso. Los muebles de la terraza están cubiertos por una capa de arena y el aire a veces se vuelve irrespirable.

Pero si en alguien confío ciegamente es en la Madre Naturaleza. Respeto cada uno de sus fenómenos y he aprendido a disfrutar esas experiencias. Nuestra tierra será más fértil después de esa nube que cruzó más de cinco mil kilómetros de agua para llegar hasta nosotros.

Según los científicos, estos pesados cielos también contribuyen a evitar huracanes y benefician la flora marina. Nada de eso me ayuda en este instante en que quito granos de arena de mi teclado. Pero Diana Sarlabous me ha enseñado a que no basta con vivir el ahora, que tarde o temprano acabaremos despertándonos mañana.

Con un Brugal entre las manos y muy cerca de un libro de Mark Strand, saludo el incómodo fenómeno. Estoy preparado para ver aparecer, como en los cuadros de Salvador Dalí, una caravana de camellos.

15 junio 2021

La penda del Mello


El Mello Rodríguez es un hombre de montaña. Como Bárnabo, el personaje de Dino Buzzati, ni siquiera reconoce la existencia del llano. Siempre que puedo, me paso un rato conversando con él. Aunque es de poquísimas palabras, cada cosa que dice tiene una gran sabiduría adentro.
La manera en la que hemos reforestado la Loma de Thoreau le debe mucho al conocimiento que tiene el Mello del monte dominicano. Si decir casi nada, me va señalando matas y con un gesto dice si son valiosas o si es mejor eliminarlas. Él sabe que a Diana y a mí nos gustan mucho las pendas.
La Citharexylum fruticosum es un arbusto que alcanza hasta 8 metros de altura. El tronco de los adultos es de una belleza única, parece hecho de tiras de tela. Como florece durante todo el año y su fruto es el preferido de muchas aves, al amanecer y en las tardes sus ramas se convierten en un auténtico aviario.
Hace semanas que Diana y yo buscamos una para sembrarla debajo de una de la ventana de la nueva habitación. Queríamos que fuera lo más grande posible y solo encontrábamos posturas pequeñas. Hoy el Mello se apareció con una de más de dos metros. “Esa diuna vé va a tapai la ventana”, me dijo.
Cuando se iba me dijo que sabe dónde hay otra, que antes del fin de semana nos la trae. Entonces su motocicleta, una destartalada Honda 70, se perdió en la neblina. Igual que Bárnabo, el Mello está rodeado de montañas que, inmóviles y solitarias, permanecen sumergidas en las nubes.

12 junio 2021

La libertad de los dominicanos


República Dominicana está vacunando a toda su población desde hace meses de manera gratuita y voluntaria. Hoy comenzó la vacunación de los niños, adolescentes y jóvenes. Universidades, supermercados, instalaciones deportivas y hasta ministerios se han convertido en centros de vacunación que reciben, incluso, a los indocumentados.
Se calcula que la economía de la media isla (del tamaño de las antiguas provincias de Camagüey y Oriente y con la misma población que Cuba) crezca un 4.8% en 2021. Pero ese resultado puede ser aún mejor, tomando en cuenta que en abril creció un 47% y el acumulado es 11%. El sector de la construcción es en estos momentos la locomotora de la economía nacional.
Durante toda la pandemia, el Estado subsidió a los más vulnerables y ayudó a las empresas a pagar un porciento del salario de sus empleados. Gracias a que el país se autoabastece de arroz, frijoles, huevos, carne de pollo, cerdo y res, entre otros alimentos de la canasta básica, nunca hubo desabastecimientos y no escaseó ni un solo alimento.
Todo eso fue posible en un año electoral, en que los dominicanos tuvieron la oportunidad de votar con libertad y elegir a un nuevo gobierno. Hubo manifestaciones y protestas en todo el país. Pero nadie fue encarcelado, a nadie se le impidió salir de su casa por querer un futuro diferente. El partido que llevaba 16 años en el poder reconoció la derrota la misma noche de las elecciones.
Eso no quiere decir que el país no tenga aún muchas dificultades y que males como la corrupción le hagan perder muchos recursos. Pero la gente es libre, come, se viste, calza y se está vacunando y no tiene que darle las gracias a nadie por eso. Saben que es un deber del Estado, que para eso aportan su trabajo y pagan sus impuestos.
Pensé en todo esto mientras vacunaban a nuestra María, que hoy se puso la primera dosis de la Pfizer.

10 junio 2021

El Septeto Regajero


El Septeto Ragajero es la única agrupación musical que ha tenido el Paradero de Camarones desde su fundación, el 10 de julio de 1852, hasta hoy. Solo se presentó en casa de Juan Monzoña, su director, pero durante años fue la gran animación de un pueblo que apenas le podía decir adiós a la guagua de la orquesta Aragón.

Eran la época de oro CMHK Casa Virgilio, la emisora de Cruces, y todos los días la larga máquina de la Aragón iba y volvía de su programa exclusivo. Muchos aprovechaban esos segundos para pedirles su número favorito. Nadie recuerda que alguna vez fueran complacidos, pero eso nunca impidió que les siguieran guitando.

Cuando la Aragón regresaba para Cienfuegos y ya no había nada que oír en la radio, el Septeto Regajero comenzaba a tocar. Cebollón, con una marímbula entre las piernas, marcaba el ritmo de sones y trovas que eran grandes éxitos del momento. Más de una vez la guardia rural acabó aquel alboroto a plan de machete.

En realidad siempre fueron cuatro, como los Tres Mosqueteros: Juan Monzoña y su hijo Ciro, Cebollón y Raimundo Galván. Muy pocas veces lograron ser siete, de ahí el nombre de Regajero. La formación se completaba con los músicos que aparecieran o, en su lugar, alguien que más o menos fuera capaz de seguirles el ritmo.

Las casas de los Monzoña se comunicaban a través de un largo portal y en él se apostaban los bailadores. Allí se sentó por años la vieja Dolores, que era la viuda de Juan. A la hora que fuera, se le podía encontrar balanceándose. Seguía el compás del silencio que había dejado el Septeto Regajero en un lugar que ni antes ni después tuvo un músico más.

El arreglador


Efraín Monzoña era el que arreglaba todo en el Paradero de Camarones. En el patio de su casa tenía un pequeño taller y a su alrededor había montañas de cacharros de todas las épocas, donde él escarbaba para encontrar una pieza que le sirviera para componer algo que todavía tenía remedio.
Siempre sin camisa y con los ojos arrugados por la luz de la antorcha de soldar, se movía con una agilidad increíble por un lugar donde no parecía haber espacio para nada más. Afuera, una larga fila de mujeres esperaba impaciente por su fogón de luz brillante para poder ablandar los frijoles del almuerzo.
Cada vez que necesitaba un tornillo o alguna pieza para mi bicicleta, iba donde Efraín. “Busca ahí”, me decía señalando la montaña de cacharros. Una vez encontré un viejo farol y le pregunté si me lo podía llevar. Me dijo que sí con la cabeza y, cuando ya me iba, me hizo una pregunta que me ayudó a escribir un poema.
—¿Para qué sirve, Camilito, un farol que no alumbra?
En las noches, Efraín cruzaba la calle con una impecable camisa de mangas largas y se convertía en el proyeccionista del Cine Justo. Todos los que pasaban por la carretera de Cienfuegos a Santa Clara podían ver su silueta en la pequeña ventana, dibujada por la luz de los carbonos.
—¡Efraín, lámpara! —gritaban los espectadores si la pantalla se ponía oscura.
—¡Efraín, cuadro! —vociferaban si la imagen empezaba a saltar.
Esos dos gritos aún me resuenan en la cabeza cada vez que estoy en un cine y la proyección tiene algún problema. En las tardes llevaba a sus carneros a pastar cerca de la estación. Entonces se acercaba por el andén a la ventana del comedor y mi madre le brindaba una taza de café. 
Siempre aprovecharon ese momento para hablar de sus infancias y recordar cosas y personajes que yo no conocí. Eso me obligaba a permanecer atento a sus conversaciones. Nunca llegó con las manos vacías, siempre trajo un pedazo de calabaza, cuatro tomates, tres mangos, un aguacate…
Desde que Efraín no está en su pequeño taller, rodeado por montañas de cacharros de todas las épocas, nada en el Paradero de Camarones tiene arreglo.

02 junio 2021

Mi profesora de Historia del Teatro

Bárbara Rivero con su hija, en los años en que fue mi profesora.

Ayer, leyendo un post de Norma Quintana, supe que Bárbara Rivero había muerto. Hace poco chateamos muchísimo, le comenté a Normita en Messenger. Luchó mucho tiempo contra el cáncer, me respondió. Luego busqué la fecha del chat y en realidad era de hace casi tres años. El tiempo virtual pasa mucho más rápido aún que el real.
Baby, como le llamábamos todos, incluso sus alumnos, hablaba en voz muy baja y apenas se movía dentro del aula. Le bastaban las palabras para mantenernos sumamente atentos durante 45 minutos. Fue ella quien me presentó a cuatro individuos que cambiaron mi vida para siempre: Eugene O’Neill, Tennessee Williams, Arthur Miller y Eduard Albee.
Luego, cuando ya llegamos al teatro cubano, hizo un gran alto en Virgilio Piñera. El hecho de que se detuviera por semanas en Electra Garrigó, Aire frío y El flaco y el gordo, no solo nos permitió conocer a profundidad la obra del más grande dramaturgo cubano, también puso luz sobre alguien que permanecía a oscuras y (de paso) nos inmunizó de por vida contra el relato de la cultura oficial.
No pude tener mejores profesores en la Escuela de Arte: María Elena Espinosa y Víctor Varela (dirección teatral), Raúl Eguren y Mayra Gutiérrez (actuación), Bárbara Domínguez (dramaturgia), Calixto Manzanares (diseño de escenografía), Diana Fernández (diseño de vestuario), Miriam Izada (expresión corporal), Ramiro Maceda (diseño de luces), Orlando Tackechel (estética)…
Ellos, junto a Baby, lograron provocar en mí una necesidad de aprender, cuestionar y crear que dura hasta hoy. El día que llegué a Cubanacán era un guajirito tímido perfectamente pelado por Castellanos, el barbero del Paradero de Camarones. Meses después volví a mi pueblo irreconocible. ¿No hay barberos en La Habana?, me preguntó Chena desconcertado.
Pero el cambio más grande no se había producido en mi apariencia sino en mi cabeza. Eso se lo debía, sobre todo, a todos aquellos grandes profesores que, mientras nos enseñaban, provocaban una transformación irreversible en cada uno de nosotros. El último día de clase, Baby me regaló un libro con obras de Tennessee Williams que no se habían publicado en Cuba.
“No me quisiera deshacer de él, pero te lo mereces”, me dijo. Por primera vez nos dimos un abrazo que luego repetimos cada vez que nos encontramos en La Habana de los noventa. En el último chat que tuvimos, recordamos historias de la Escuela. Cada dos o tres oraciones aparece una carcajada, no podíamos parar de reírnos.
Ya nos veremos, puso. Ya nos veremos, repetí. Espero que así sea.

01 junio 2021

Luzbel Cabrera


La última vez que volví al Paradero de Camarones, Luzbel Cabrera ya no estaba ahí. Todo seguía en su sitio: el garaje, el silbido del compresor, la puerta de la casa siempre entreabierta, el portal, el columpio… Pero sin él, esa constelación había perdido su forma celeste.

Luzbel era el dueño del garaje y, después que se lo expropiaron, se quedó trabajando en él. Desde su posición, en una de las cuatro esquinas del pueblo, dominaba todo. Aprobaba con una sonrisa o desaprobaba con cara de pocos amigos cada suceso que se producía a su alrededor.

Su vieja amistad con mis abuelos me convirtió en heredero de su cariño. No olvido su risa cuando me vio salir del cine con mi primera “novia”. “¡Camilito, pero como has crecido!”, me dijo para celebrar el acontecimiento. “Lo mismo que te dijo Chena —protestó mi “novia”—. Ellos se creen que soy una ladrona de cuna”.

La primera vez que nos tocó ir a la Tatagua (el Campamento de Pioneros de Las Villas) se me fue el autobús. Tenía 7 años y empecé a llorar de la frustración. Luzbel sacó su impecable Chevrolet y me dijo que subiera. Alcanzamos a la guagua en Potrerillo. Él mismo, feliz, me subió la maleta de madera.

Cuando por fin pude tener una bicicleta, empecé a explorar todos los callejones y guardarrayas que llegaban del Paradero de Camarones hasta Malezas, Mal Tiempo, Paso del Medio, Arriete… Eso me hacía volver una y otra vez a casa de Luzbel a coger ponches. Nunca me quiso cobrar.

—Yo no puedo cobrarle a un nieto de Aurelio y Atlántida —me decía.

Un día le dejé los dos pesos encima de su mesa de trabajo. Me estuvo vigilando una semana hasta que por fin me sorprendió en la parada de Cruces. “¡No vuelvas a hacer eso!”, me dijo, mientras hundía su mano en mi bolsillo. Un día, ya aquí en Santo Domingo, encontré a mi madre con los ojos llorosos.

—Se murió Luzbel —me dijo y ninguno de los dos dijo nada más. Un largo fue silencio fue nuestro tributo.

La última vez que volví al Paradero de Camarones, Aracelia, su esposa, salió por la puerta siempre entreabierta a saludarme. Los besos de Aracelia conllevaban un abrazo muy apretado y esa vez me dejó sin aire. En un momento ella se dio cuenta de que yo estaba mirando hacia la baranda del portal que da para el garaje.

—Él siempre se sentaba ahí —me dijo—. ¿Te acuerdas?

Tampoco dijimos nada más. Para romper el largo silencio, comenté que todo estaba igualito. “¡Qué va! —protestó Aracelia—. En esta casa llueve más adentro que afuera… Ya nada es igual, Camilito”. Tenía razón. Aunque todo parecía estar en su sitio, en realidad era una constelación que había perdido su forma celeste.