30 julio 2023

Vida común


Si tus padres no se hubieran ido de Cuba en 1970,
dejando atrás una isla que luego
le causaría cada vez más dolor
señalar en los mapas.
Si México acabara convenciéndome,
sobre todo, en aquellas noches
en que los poemas de Octavio Paz 
se incendiaban en la calle Millet.
Si Barcelona no tuviera,
en una de sus estaciones subterráneas, 
esa vía de escape que te trajo hasta aquí.
Si Santo Domingo no fuera capaz de sorprendernos,
de la manera más absurda,
de esa que aún hoy no somos capaces de explicar.
Si aquella tarde de lluvia me llego a quedar en casa,
dando vueltas en círculos alrededor de mí.
Si no logro que me siguieras a tu Fiat 500,
bajo la más absoluta oscuridad,
aun cuando ninguno de tus amigos confiaba.
Si me hubieras dejado ir en aquella tormenta 
en que Miami estuvo a punto de ser borrada.
Si cualquier fecha, 
incluso las más insignificante,
no resultara ser lo que fue,
es muy probable que no estuviéramos
cogidos de las manos,
esperando que la tarde interminable de Madrid
se apague de una vez y por todas.
 
Tenemos que reconocerlo,
Diana Sarlabous,
la felicidad,
por más que uno trate de negarlo,
hace que las historias más extraordinarias
se conviertan en vida común.

Hermano mayor

En Montecristi, en la casa donde Gómez y Martí firmaron su amistad, brugales más, brugales menos, nos juramos hermanos. Los cuatro hemos cumplido ese manifiesto al pie de la letra.
Y hoy, que nuestro Ale se nos hace un tilín más viejo (solo de carrocería, porque de cabeza es cada vez más joven), celebro la enorme fortuna de compartir la misma media isla que ellos. 
"¡Uno para todos y todos para uno!", como le dijo Joseíto a Máximo. ¡Felicidades, Alejandro Aguilar, hermano mayor!

26 julio 2023

El capitán Sosa

Entronque de la carretera a Topes de Collantes y Manicaragua con el Circuito Sur. Al fondo, Norberto Fuentes y el capitán Sosa. Delante, Alcibiades Hidalgo y "su novia de entonces" (según NF). Foto tomada por Ana María Benítez (Eva María Mariam en Dulces guerreros cubanos).
Copyright © 1989, 2023 by Norberto Fuentes. Prohibida la reproducción.

Mi padre, quien hubiera cumplido 97 años hace tres días, era un hombre lleno de contradicciones. También fue el hombre más temerario de la historia, si delegaran en mí la responsabilidad de elegir al hombre más temerario de la historia. Uno de sus más entrañables amigos fue el capitán Sosa.
Cada vez que pasaba por Manicaragua en su Gaz 69 de cuatro puertas, el capitán Sosa hacía una parada obligatoria en casa de Serafín. Primero se bebían una botella de Decano y luego se iban a almorzar al ranchón que estaba en las afueras del pueblo. Solo los oí hablar de dos temas: las mujeres y el Escambray.
Un día me puse a jugar en su cuatro puertas y lo desenganché. Ya me iba calle Oriente abajo cuando el capitán Sosa logró alcanzarnos. “Camilito, cojones, te dije que no tocaras los cambios —me regañó después de recuperar el aliento—. Juega todo lo que tú quieras, pero no toques los cambios”. 
Elda, una vecina, lo regañó a él. Le dijo que era una irresponsabilidad dejarme solo en el vehículo. “Ese niño ya es un hombre”, le respondió el capitán Sosa mientras regresaba al quicio donde bebía con mi padre. Aquella escena, que vi por el espejo retrovisor, me llenó de orgullo. 
Hoy, mientras chateaba con Norberto Fuentes, le hablé por primera vez del capitán Sosa. Le dije que él, mi padre y Sergio Corrieri, solían irse de pesquerías a Casilda y de cacerías por las montañas que rodeaban la casa de Daniel Peña, en Veguitas, cerca de Jibacoa.
También le conté que, cuando mataban un puerco en casa de Daniel, se sentaban en la misma mesa vencedores, vencidos, actores y mi padre, a quien aún hoy me siento incapaz de clasificar (él siempre será para mí el personaje de Big Fish, mi más importante punto de contacto con Tim Burton). 
Norberto se tomó su tiempo para responder. Lo cual me llamó la atención, porque cuando él chatea dispara en ráfagas. “El viejo Sosita. Tipo empingao. Ahí lo tienes a mi izquierda”, escribió como pie. Fuentes y Sosa son los que están al fondo, más cerca de la motoniveladora que de la cámara.
—¡Cooooooooooooojoooooooneeeeeeeee, ese mismo! —fue mi respuesta.
Según Norberto, el capitán Sosa, Emiliano Sosa Cruz, murió hace años. La última vez que lo vi, era todavía como en la foto. Se burlaba de todo y, para beber a fondo, se quitaba las botas. Le gustaba sentir la frialdad del piso. “Manías que tiene uno”, le dijo una vez a Elda, la vecina de mi padre, que a veces los acompañaba.
Le agradecí a Norberto esa sorpresa con el mismo entusiasmo que un día le di las gracias por su libro Condenados del Condado, que me sigue pareciendo el mejor que ha escrito su generación. Mi padre hubiera cumplido 97 años hace tres días, pero no fue hasta hoy que lo celebré de la mejor manera.
¡Felicidades, Papi!

El hombre que venía de muy lejos*


Para entrar en aquella casa había que recorrer un pasillo muy oscuro. No tenía ni una sola ventana y solo la luz que se veía al final impedía que tropezara con Serafín, que avanzaba justo delante de mí. En el tiempo de antes, la casa fue un hotel. le llamaban el Hotel de Pedro y era el más grande de Manicaragua.
Como su familia también vivía allí, solo le intervinieron el lobby para ubicar en él la barbería del pueblo. Cuca, la esposa de Pedro, nos saludó con cara de misterio. Caminó delante de nosotros a través de la casa hasta llegar a la puerta del patio. Mi padre celebró el olor que salía de un caldero que borboteaba.
—¡La mejor cocinera de Manicaragua! —exclamó.
Cuca sonrió por primera vez y le señaló a mi padre uno de los balcones del caserón de madera que había del otro lado de la explanada. Una vez Serafín me explicó que allí estaban las habitaciones del hotel. Subimos por una escalera de madera que crujía, como si estuviera a punto de desplomarse. 
Pedro le dio un abrazo a mi padre y le señaló a un hombre que permanecía tumbado en una columbina. “Ahí lo tienes”, dijo. El hombre, que también tenía cara de misterio, por fin se incorporó y con las dos manos empezó a golpear duro en los hombros de Serafín. Esa fue su manera de saludarlo. 
Mi padre solo sonreía. Por lo que fue diciendo, venía de muy lejos. Habló de “lo último de Pinar del Río”, primero, y “más para allá de Guane”, después. Varios amigos suyos, como Pedro, lo fueron ayudando en el camino. Mencionó a Consolación del Sur, Catalina de Güines, Jovellanos y Aguada de Pasajeros.
Dijo que todo estaba igualito, que nada había cambiado. Por cualquier cosa empezaba a llorar. Eso no lo entendí. Serafín siempre se molestaba muchísimo cada vez que yo lloraba y a ese hombre, que era grande, fuerte y tenía como cincuenta años, lo dejó llorar desde Manicaragua hasta La Piedra. 
El Dodge Coronet avanzó muy despacio por el pueblo. El hombre, hundido en el asiento trasero, miraba hacia a un lado y hacia el otro. Repetía una y otra vez que todo estaba igualito. Después de subir la loma del Sijú, llegamos a un pequeño puente y el hombre le pidió a mi padre que se detuviera. 
Primero se bajó él, después Serafín y por último yo. Nos quedamos en silencio un largo rato. Él respiraba y oía. “Oye, oye, oye eso”, decía cada vez que se oían los grillos o algún ave. Cuando volvía el silencio, respiraba hondo otra vez, como si llevara mucho tiempo en un lugar donde no lo pudiera hacer.
—Me parece mentira que estoy aquí —dijo.
—¿Fue aquí? —le preguntó Serafín.
—Aquí mismo.
—¿Estás seguro?
—¿Cómo no voy a estar seguro?
—Es que yo siempre me imaginé que había sido un poco más arriba.
—No, fue aquí.
—¿Y cómo ellos sabían?
—Por el tipo de La Piedra… ¡Yo nunca confié en él!
—Sí, Daniel Peña me dijo que tú nunca confiaste en él.
—Me dicen que está hecho tierra.
—Sí, está hecho tierra.
—No me alegro del mal de nadie, pero…
—Pinto, tenemos que irnos. Yo todavía tengo que llevar a este muchacho al Paradero de Camarones.
—¿Y dónde queda eso?
—No tan lejos como lo último de Pinar del Río.
Serafín y el hombre empezaron a orinar y yo los imité. La luz del carro hacía que los tres chorros brillaran hasta perderse en la sombra de las hierbas. Al poco rato me quedé dormido y me despertaron los pitazos de un tren. Estábamos en el crucero de la carretera de Cienfuegos. Atlántida y Aurelio ya se habían acostado.
—¿Estas son horas para traer a este niño? —dijo mi abuela muy molesta.
—Es que quería que aprovechara bien el último día.
—¿Quieres un café? —le preguntó Aurelio a Serafín.
—No, gracias, viejo —le respondió mi padre—. Yo me tomo uno ahora, al pasar por Cruces, ahí hay una cafetería que está abierta las 24 horas.
Mi padre se metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de 20 pesos. Lo puso en mi mano mientras me decía que me portara bien. Mi abuela me tomó por el brazo y me hizo entrar, mientras se quejaba de todo el sereno que había cogido, un niño como yo, que padecía tanto de la garganta.
Atlántida me quitó los 20 pesos y le dijo a mi padre que a mí, gracias a dios, no me hacía falta nada. Cuando ya la puerta se cerraba, vi a Serafín haciéndome una seña y llevándose un dedo a la boca. Le dije que sí con la cabeza y él sonrió confiado. Nunca le diría a nadie lo del hombre que venía de muy lejos. 
Hicimos un pacto de caballeros. Orinamos los tres sobre un puente en el que algo muy malo había ocurrido. Aunque, en honor a la verdad, yo no tenía ni la más mínima idea de lo que había sido. Semanas después, mientras mis tíos Rao y Roberto fueron a la casa a beberse unos tragos con mi abuelo, logré averiguarlo.
En un momento, en que Rao repetía su inventario de las “barbaridades de esta gente”, mencionó a las familias que sacaron de Escambray porque había colaborado con los alzados. “Se las llevaron en jaulas de caña para lo último de Pinar del Río —dijo—, para que te enteres de lo que hay”.
Cuando oí eso se me escapó un “¡Aaahhh!”. Mi abuelo y mis tíos me miraron desconcertados, pero volvieron a concentrarse en el inventario de Rao, que continuó con el Cordón de La Habana, la Zafra de los Diez Millones y muchas otras cosas que ya no alcancé a escuchar.
Me fui para el andén a respirar hondo, aliviado de siguieran en lo suyo y no me obligaran a hablar. Oriné sobre la línea como si fuera aquel arroyo del Escambray, orgulloso de haber respetado el pacto de caballeros que hice con Serafín y el hombre que venía de muy lejos.

*Aunque este texto es parte de la novela Atlántida, no hay en él ni un ápice de ficción. Se lo dedico a Idolidia Arias, mi profesora de literatura en el preuniversitario Mártires del Escambray, en agradecimiento a su libro Cuba: desplazados y pueblos cautivos.

20 julio 2023

Todas las tardes del mundo


Todas las tardes del mundo, cuando la noche estaba a punto de tenderse sobre el Paradero de Camarones, mi abuelo Aurelio Yero se servía algo de alcohol en una de estas pequeñas tazas. El día que él y Atlántida dejaron de estar, me las llevé para El Vedado. Entonces era yo quien necesitaba que la noche se tendiera sobre La Habana.

Mi hija Ana Rosario las recuperó y cargó con ellas para su casa. Hoy Tom me las trajo, me las han dejado en préstamo. En una pequeña bocina la orquesta Aragón jura que no ha pasado el tiempo. Un Brugal 1888 le ha dado permiso a la noche para que, cuando ella estime pertinente, se tienda sobre Madrid.

El retrato inconcluso de Sorolla


En "Belgrano", la canción que Andrés Calamaro compuso cuando supo que Luis Alberto Spinetta había muerto, se hace preguntas que siempre me producen desasosiego: "cuáles fueron tus últimas palabras/ tu último destello de conciencia/ qué dejaste escrito en una carta/ qué canción elegiste escuchar...".
A veces, cuando salgo de Santo Domingo para la Loma o para Portillo, le envío a mi hija Ana Rosario el archivo más reciente de mi novela (que espero por fin acabar de publicar a nuestro regreso), por temor a lo que pueda pasar en las siempre extremas rutas dominicanas.
En el estudio de Sorolla está el retrato en el que trabajaba cuando sufrió una hemiplejia y su obra llegó a su fin. Él vivió unos años más, pero el artista acabó ahí, en esos trazos inconclusos. Cuando estábamos frente a él, Diana se quejó porque me comentó algo y no le presté atención.
Es que la canción de Calamaro estaba sonando en mi cabeza.

19 julio 2023

Cazón en adobo


En España me he reencontrado con muchos de los olores y lo sabores de la cocina de Atlántida. Aquí he descubierto que mi abuela, aún en las precariedades de la Cuba de los 70, era lo más fiel que podía a sus orígenes. Sus garbanzos, frijoles blancos, lentejas y sopas sabían como ahora me saben los caldos y fabadas de Galicia y Asturias.
Pero el sabor extremo de la cocina cubana, ese exceso que perseguimos en cada plato, se debe sobre todo a la cocina andaluza. Basta con probar el cazón (tiburón) en adobo para comprender dónde está la raíz de nuestro "problema". Nada como esta delicia para demostrar por qué acabamos siendo tan exagerados.

05 julio 2023

Los gansos de Ana Rosario


Ana Rosario ha documentado durante meses la estancia de esta familia de gansos del Nilo (Alopochen aegyptiaca) en el Manzanares. Tiene fotos de los padres, acabados de llegar, y de los polluelos desde que rompieron el cascarón. 
Como ellos se mueven con libertad por el río, ella tiene que caminar muchísimo para reencontrarlos. Hoy, a modo de colaboración, le reporté que se encontraban a la altura de El Matadero. 
 Aunque los gansos del Nilo son aves de paso en España, el río de Madrid les ha quitado las ganas de emigrar. Desde que se documentó la presencia de la primera pareja, en 2013, su población ha ido creciendo. 
La familia de Ana Rosario, por lo visto, tampoco parece dispuesta a volver a África.

02 julio 2023

Carlos Alberto Montaner


En la Cuba donde nací y crecí, aquella neocolonia soviética que se proponía parir un hombre nuevo, teníamos enemigos jurados. En primer lugar, el imperialismo. Luego China (aunque ahora nos parezca inconcebible). Y por último los cubanos que denunciaban la represión y la falta de libertades en la isla.
Un día sí y otro también, la prensa oficial del régimen denostaba a sus enemigos. En el caso de los individuos, atacaban insistentemente su reputación y su talento. Carlos Alberto Montaner era una de las mayores víctimas de aquella saña. El día que lo conocí, le pedí perdón por haberme creído, sin leerlo, que era “un pésimo escritor”.
—Hasta yo llegué a dudar de mí —me dijo con su peculiar sonrisa irónica.
Aquel mismo día, en casa de un amigo común, pude comprobar que padecía de una cubanidad irremediable. A pesar de haber vivido en Madrid gran parte de su vida, hablaba como si acabara de llegar de La Habana. De su Habana, quiero decir. Oírlo, era oír al país que perdimos, el que nos dejamos quitar.
Pocas personas han sido víctimas de tantos ataques y tanta persecución de la dictadura de Fidel Castro como Carlos Alberto Montaner. Asistí a una conferencia suya en Santo Domingo, donde la embajada de Cuba le organizó un acto de repudio con la complicidad de la ultraizquierda dominicana.
Los alrededores del lugar fueron empavesados con pintadas llamándolo asesino, terrorista y traidor. Luego, dentro de la sala, le interrumpían constantemente para que no pudiera hilvanar una idea. Patricia Solano, una reconocida comunicadora y activista dominicana, se puso de pie y pidió respeto. Solo así pudimos oír al ponente.
La intolerancia y la mala educación del régimen persiguieron a Carlos Alberto Montaner a donde quiera que fuera. Él, sin embargo, nunca se rindió. Hasta su último día fue consecuente con sus ideas libertarias y consigo mismo, que es a veces lo más importante. Su ingenio y su gran sentido del humor le sirvieron de gran ayuda.
A menudo solía comentarme los posts que yo publicaba en El Fogonero. A veces me elogiaba y a veces me contradecía. Siempre, con una paciencia que solo tienen los maestros, se tomaba el tiempo de abundar y explicarme lo que él pensaba sobre el tema. 
En 2014, publiqué un post donde me imaginaba la vejez de Diana Sarlabous y mía. Pocos minutos después de compartirlo, recibí un email de Carlos: “Buena, aunque melancólica reflexión. Te cuento, desde mis 71, que todavía estás muy lejos de ser viejo. Incluso, a mi provecta edad descubres que hay un cuarto periodo, ya sí muy jodido, que suele comenzar a los 80. Un abrazo, CA”.
Justo a los 80, con la valentía a la que nos tenía acostumbrados, decidió ponerle el punto final a una de las vidas más cubanas que conozco. Asumo su último acto como otra de sus esenciales enseñanzas. Estoy seguro de que su ingenio y su gran sentido del humor también le sirvieron de gran ayuda en ese momento.
Algún día mi país tendrá que pedirle perdón por tanto vilipendio y llevar, con los honores que merece, su nombre de regreso a La Habana.