y estas manos de sembrador
que tan poco
he llegado a usar
con el fin
para el que la naturaleza
y estas manos de sembrador
que tan poco
he llegado a usar
con el fin
para el que la naturaleza
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Foto: © Mario García Joya |
Cuba, en la primera mitad del siglo XX, ofreció al mundo lo que hoy se celebra como “música cubana”. Nuestros músicos de entonces encontraron las claves de un sonido universal que influyó notablemente al jazz y acabó gestando a la salsa. Aún seguimos teniendo vigencia como cultura gracias a esos ritmos, tres cocteles y un sándwich.
La nación en ruinas que está legando la revolución —ese país a oscuras que se desmorona— no puede tener mejor réquiem que el reparto. La miseria de la sociedad, esa haitianización que el personaje de Pablo anticipó en Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968), también alcanzó a la música.
No asocio ese engendro sonoro (o ruidoso) con nada que reconozca como propio. Me resulta totalmente ajeno. No conecto, ni con lo que suena ni con lo que se dice.
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Estación de Cumanayagua, 1980. |
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Luis, con la asistencia de Diana, nos prepara el mangú. |
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Junto a Luis, en el estudio de la Loma de Thoreau. |
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La pizarra donde siempre empieza cada nuevo proyecto. |
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Feligreses de Jarabacoa en el Monasterio Cisterciense. |
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La represa #6 del Manzanares. |
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Una Madrid poco común, el del Manzanares crecido. |
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El Manzanares a la altura del puente Oblicuo. |
Nunca más los volvieron a mover,
permanecieron apartados
hasta que la hierba y el salitre
los borraron del paisaje.
Después de llevar
asombro, sustos y alegría
por toda la isla,
aquel tren fosforescente
fue ocultado en una vía muerta
al final de la ensenada.
Con tantas metas que cumplir
como tenía el país,
no había lugar para la recreación.
Los pueblos aplaudían eufóricos
cuando lo veían pasar,
la locomotora pitaba sin cesar
mientras desfilaban jaulas
con fieras,
caballos,
focas
y elefantes.
Luego pasaban los coches
donde vivían
trapecistas,
domadores,
payasos,
magos,
tragafuegos,
enanos
y la solitaria mujer barbuda.
Todos iban diciendo adiós
con medio cuerpo
fuera de las ventanillas.
Por último, el caboose,
donde un vigía
se aseguraba
de que el convoy
estuviera completo y ninguna
de las atracciones saltara,
ni las bestias
ni los monstruos.
Los que llegaron a ver al circo,
siguen llamando a la alegría,
al asombro y a los sustos
por su nombre.
Los que le dijeron adiós
a los artistas,
nunca más
aplaudieron tanto
por nada que los hiciera
de verdad tan felices.
Como a los vagones abandonados
del Gran Circo Santos y Artigas,
la hierba y el salitre acabaron
por borrarlo todo.
Nunca más hubo lugar
para la recreación,
incluso cuando tampoco
quedó meta que cumplir,
la vi caer poco después
de una llovizna que nos obligó
a recoger todo
lo que habíamos tendido.
La tarde en blanco y negro,
ligeramente desenfocada,
se tumbó sobre la tierra.
La lluvia arreció,
ya Madrid parecía lista
para enfrentar
otra noche difícil.
Fue entonces que abrí
el libro de Robert Capa,
justo en la foto
del pesado cañón
emplazado en los trigales.
Los sublevados estaban
en las puertas
de la ciudad
y la tarde,
justo delante de ellos,
se daba por vencida.
A diferencia
del bando perdedor,
no ofrecía
la más mínima resistencia.
Al parecer ella conoce mejor
que nadie a esta ciudad,
sabe muy bien cuando
llega el momento
de llevarse las manos
a la nuca,
tumbarse en el suelo
y rendirse.
Esperamos por ella en el andén
de la estación de Maidenhead,
mientras veíamos pasar,
uno tras otro,
esos apurados convoyes
que buscan el mar
al final de la niebla.
Retrocedió perezosamente
y esperó la hora exacta
para volver a internarse.
La burra de Marlow
no busca el mar
sino los recodos del río,
esos que le van señalando
los cisnes salvajes
y las reses que permanecen
hundidas en el agua.
Aquel viejo tren,
lento y soñoliento,
supo llevarte de regreso.
Aún no sé cómo se las arregló
para que el caudaloso Támesis
se pareciera tanto
al moribundo Arimao.
Pero lo cierto es que logró
convencerte,
sentiste exactamente
lo mismo
cuando cruzaron el puente
y, con la misma ilusión
que solías decirlo,
te pusiste de pie
para avisarle a Diana
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El valle de Siguanea antes de quedar en el fondo del lago Hanabanilla. |
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El autor entrevista a los sobrevivientes de Siguanea. |
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Navegando por las aguas que cubren a Siguanea. |
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Lo que queda del mítico Salto del Hanabanilla. |