Antes de dar mi primer viaje fuera de Cuba, yo reconocía el mundo exterior por el olor de las maletas. El equipaje de los recién llegados siempre tenía una fragancia imposible de hallar dentro de Cuba. No era algo sofisticado, se trataba más bien del sencillísimo aroma de la limpieza. Pero eso lo descubrí cuando por fin estuve del otro lado. En el verano de 1993, desde Madrid, le envié a mi hija Ana Rosario (con Kiki Álvarez, el cineasta) el más preciado de los regalos: un jabón de lavar para sus pañales.Una vez fuera, todo se trocó. Desde entonces Cuba es el hedor húmedo de las maletas que llegan. Una amiga tiene una palabra para definirlo: empercudido. “Chico, ¿tú no te has fijado que todo lo que llega de Cuba está empercudido?”, dice con pena, antes de contar sus últimas vicisitudes en la isla. Un escultor amigo se ha tenido que inventar una palabra, convencido de que ninguna de las existentes alcanza: “Allá lo que hay es un ‘repepingue’ general”, sentencia.
Nadie como Antonio José Ponte, en su novela La fiesta vigilada, ha descrito y definido las ruinas de la sociedad cubana actual. “la vida en cada barrio es un naufragio colectivo”, resume Ponte. A menudo recibo emails con fotografías de las cosas que desaparecieron en Cuba, desde el agua de colonia Fiesta hasta la caja de talco con mota. La antropología cubana es ahora una antroporuina. Los seres felices y de dientes blanquísimos que Raúl Martínez soñó, al final se convirtieron en los fantasmas sombríos y sucios que Antonia Eiriz predijo.
















