26 junio 2025

Mosteiro


Nunca podré saber a cuántos de mis muertos
les he hecho la visita al pasar por Mosteiro.
Quiénes me esperaban en la estrecha acera
donde las piedras de la iglesia 
apenas se hacen a un lado para dejarnos pasar.
Quiénes me dijeron adiós detrás de los paños,
los manteles y este espléndido domingo 
que acaban de tender al sol de la mañana.
A quiénes dejé atrás al seguir de largo
por la ancha y única calle,
tan parecida a la ancha y única calle
donde Atlántida se imaginaba a Mosteiro
en el Paradero de Camarones.
¿Qué paisaje tendría que recordar
para conocer mejor al abuelo de mi madre,
aquel que siempre llevaba polainas
y se paraba en el medio de los recuerdos
para hundir sus espuelas
en los dolores que ya no tenían cura?
¿A qué lugar de Mosteiro
debería dirigirme
para poder decir con certeza 
que por fin ha vuelto uno de los suyos?
Sólo me atreví a detenerme una vez,
para bajar el vidrio
y preguntarle a una mujer
si era verdad que había llegado.
Me dijo que sí con unos ojos
que conozco desde que tengo recuerdos.
Caminó como caminaban los míos,
me dijo adiós como los míos solían despedirse
y entró en una casa que pudo ser la nuestra.
Ya en las afueras, después de saludar
a un pastor que navegaba en un mar de ovejas,
quise poner los pies en la tierra de mis muertos.
Era un pequeño campo de maíz,
rodeado de viñedos
y de un silencio al que me uní
tratando de escuchar en él 
a los que nunca había oído,
a los que ya no les podré agradecer
la sangre,
los ojos

y estas manos de sembrador 

que tan poco 

he llegado a usar 

con el fin

para el que la naturaleza

las entregó a los Mosteiro.
 
Nunca podré saber a cuántos de mis muertos
les he hecho la visita. 
Pero en un pequeño campo de maíz
dije todo lo que ellos necesitaban saber.
No esperé la respuesta,
me fui conforme con todo lo que decía el silencio.

03 junio 2025

Caballo Loco

Marino Pérez y la 61602, una M62 de fabricación soviética.
Las 20 locomotoras de este tipo que llegaron a Cuba
fueron destinadas a Cienfuegos y se convirtieron en un
símbolo de los trenes de esa ciudad. 

En 
Tren de escombros, una viñeta de Atlántida, Marino Vega se baja de la 61620 y sostiene una breve conversación con mi abuelo Aurelio en el andén de mi casa, la estación del Paradero de Camarones. Hoy, en una página de Facebook dedicada a los ferroviarios cienfuegueros, encontré esta foto.
En la imagen, publicada por Faustino Vázquez, aparecen Marino y la 61620 en el patio de la estación de Candelaria. Aunque esa locomotora sirvió casi toda su vida al tren de viajeros entre Cienfuegos y Santa Clara, aquí aparece con un carguero de cereales, en dirección a la Terminal Marítima de la Perla del Sur.
Marino Pérez, alias Caballo Loco, era un mito en los ferrocarriles y uno de los héroes de mi infancia. Hacía correr aquellas pesadas moles soviéticas con una ligereza increíble, incluso en los tramos en mal estado. Nunca se descarriló su tren y casi nunca llegaba con retraso.
—El maquinista es Caballo Loco —solía decir mi abuelo, reloj en mano—, vamos a llegar a la hora.
En el curso escolar 1984-85 acumulé tantos libros que mi madre tuvo que ayudarme a regresar a casa. Viajamos en un tren al que llamaban el lechero, porque paraba hasta en los apeaderos y tardaba medio día en recorrer los 282 kilómetros que hay, por la Línea Sur, entre La Habana y Cienfuegos.
—El maquinista es Caballo Loco —me dijo Lérida—, vamos a llegar a la hora.
Helemenia, la esposa de mi tío Roberto Yero, era prima hermana de Mario, y eso —según los códigos de los ferroviarios de aquella época, que respetaban hasta los más lejanos vínculos de sangre— nos hacía familia. Marino siempre se bajaba de la locomotora para darle un abrazo a mi abuelo. A mí, cuando era pequeño, me cargaba y me daba un beso.
Si el tren tenía que esperar un cruce, me hacía señas para que subiera con él a la locomotora. El Paradero de Camarones visto desde allá arriba se veía muy diferente que a ras del suelo. Siempre que bajaba de la 61620 me sentía con superpoderes y, la mayoría de las veces, me ponía a jugar a que yo era Caballo Loco.
Imitando los sonidos y el silbato de la locomotora, hacía que mi carriola —así le decíamos a los patinetes en mi pueblo— alcanzara una velocidad increíble. A diferencia de Marino, yo no siempre lograba frenar a tiempo. Justo en el momento en que mi abuela Atlántida empezaba a empavesarme las rodillas de mentolate, perdía todos mis superpoderes.