31 octubre 2020

Con Alcides

Regina Coyula ya me lo había dicho, pero no fue hasta ayer que tuve el libro en mis manos. Un verso mío, escrito para Diana Sarlabous en la Loma de Thoreau, es el exergo que Rafael Alcides eligió para la edición definitiva de su novela Contracastro
Gracias a Alfonso Quiñones, pude encontrarme con Alcides pocos meses antes de que muriera. Vino a Santo Domingo, junto a Miguel Coyula, para presentar el documental Nadie. No olvido la cara de admiración con la que Diana lo miraba. Si se tratara de cualquier otro hombre, me hubiera puesto celoso.
Esa noche, en la terraza de El Bohío, me prometió enviarme sus comentarios de dos libros míos que le regalé. Nunca llegaron. Dada su gravedad, supuse que no había tenido tiempo de leerlos. Quiñones solo me llama para cosas importantes. “Alcides, asere”, me dijo y entre los dos hicimos un largo silencio.
El ensañamiento del régimen con ese hombre sincero es una de las mayores pruebas de su vileza. Solo el oprobio al que fue sometido ese guajiro de Barrancas, que tuvo voz de tenor y fue capaz de escribir algunos de los mejores poemas cubanos del siglo XX, basta para entender su miserable naturaleza, su cobardía. 
Estuve un largo rato viendo mi verso sencillo en la puerta por donde se entra a su novela. No era vanidad, porque nada que haya hecho un hombre tan austero y honesto como Rafael Alcides puede llevarte a ella. Tampoco es algo de lo que pueda presumir, es un sentimiento mucho más simple.
Ahora sé que se leyó los libros. Esa felicidad me acompañará siempre.

30 octubre 2020

Escambraica cocina

Teníamos muchos planes para 2020. En el verano, conduciríamos desde Chicago hasta Boston. Queríamos perdernos por las rutas de los Grandes Lagos y llegar hasta el museo de Jeep en Auburn Hills (cosas de varones, suele decir Diana). Luego nos pasaríamos una semana en Concord, el pueblo de Emerson y Thoreau. 
Por último, nos llegaríamos hasta Calella de Palafrugell, un punto de la costa catalana al que siempre queremos volver. Desde allí, cruzaríamos los Pirineos para volver a los campos franceses donde nacieron los Sarlabous.
Pero la pandemia nos arruinó la mayoría de los propósitos y, ante la imposibilidad de movernos, tomamos la decisión de adelantar un viejo sueño: construir una cocina fuera de la cabaña (igual que en muchas de las antiguas casas del Escambray y del campo cubano).
Las lluvias de octubre nos han atrasado un poco, pero aun así calculamos que todo esté listo antes de que termine diciembre. Diana y yo nos la pasamos imaginando la vida que llevaremos cuando por fin podamos quedarnos en la Loma de Thoreau y solo bajar a la ciudad de visita. 
2020 ha sido un ensayo general de eso. Como dice uno de los refranes preferidos de mi abuela Atlántida, no hay mal que por bien no venga.

28 octubre 2020

Gracias, Enrique Colina

El 23 de febrero de 1953, el siglo XX llegó al Paradero de Camarones. La misma noche que se encendieron las primeras bombillas eléctricas, abrió sus puertas el cine Justo. Eso lo debió convertir en uno de los pueblos más pequeños de Cuba con una sala donde se proyectaba, todos los días, al menos una película.
Desde niño preferí el cine a la televisión. Mi abuelo Aurelio, afortunadamente, me consentía en eso. Con su vieja linterna china, alumbraba el camino hasta aquel espacio (que de grande se me hizo pequeñísimo) donde las más increíbles historias se proyectaban en una pantalla deshecha.
—¡Efraín, lámpara! —gritaban todos cuando la película oscurecía.
—¡Efraín, foco! —reclamaban si los rostros de los actores se ponían borrosos.
Esos dos gritos están asociados para mí al descubrimiento del arte y (eso no lo sabía entonces) de la necesidad de crear. La primera vez que vi Tiburón (1975), me senté en la butaca (guiado por la linterna indiscreta de Angelina) con un profundo conocimiento de la historia y los personajes.
Le debía eso a mi primer maestro de apreciación cinematográfica: Enrique Colina. Su programa 24 por segundo me educó como espectador y me enseñó a ver cosas que no salían en las películas. Años después, cuando empecé a dar clases de dramaturgia, muchos nombres y términos ya me eran familiares.
Mi ironía y mi sarcasmo también están en deuda con la manera en que él se ensañaba con las malas películas. Su cine abordó la realidad cubana con un sentido del humor y una honestidad para el que las autoridades no estaban preparadas. Por eso muchas de sus obras acabaron censuradas.
Cuando supe que Enrique Colina había muerto, recordé la ilusión con la que esperaba por su programa cada sábado. ¡Efraín, lámpara! —oí por alguna parte— ¡Efraín, foco! Una acomodadora, con una linterna tan indiscreta como la de Angelina, lo debe de estar guiando ahora por una sala donde se proyectan películas eternamente. 
Él lo merece.

27 octubre 2020

SONIA DÍAZ CORRALES: "Escribo porque no sé hacer otra cosa para sobrevivir”

Nunca se lo dije. Aunque éramos casi de la misma edad, me intimidaba. Más de una vez evité acercarme a ella, conocerla. Su poesía me gustaba demasiado y me producía una especie de pánico que la mía llegara a sus manos. Siempre que atravesaba Cabaiguán por la carretera Central, me preguntaba cuál de aquellos portales sería el suyo.
No pocos escritores de mi generación han dejado de interesarme. Llegados a cierta edad, se pierde ese prurito por estar al tanto de tus contemporáneos. Algunos me defraudaron y otros ya me son indiferentes. Sonia Díaz Corrales está entre esos a los que tengo que seguir acudiendo. Siempre estoy pendiente de todo lo que dice y disfruto ada cinteracción con ella.
Sus respuestas a mis preguntas fueron mucho más extensas. La versión íntegra quedará para un libro que algún día tendré que hacer con todas las entrevistas que han aparecido en El Fogonero. Tómese esta publicación como un avance.

 

Nunca saliste de Cabaiguán hasta que también saliste de Cuba. Siempre fuiste eso que muchos, despectivamente, llaman “un escritor de provincia…”. ¿Qué significan hoy para ti ambas cosas, es decir, Cabaiguán y el haber escrito desde allí?

Estamos de acuerdo en que hay escritores de provincia y, por ser más luctuosamente específicos, hasta de municipio. Para mí no es despectivo, es simplemente la elección de un sujeto, de un lenguaje, de un espacio, de una figura que siempre ha existido. Ahora más que nunca, que el mundo entero es casi una provincia.

Nunca he escrito desde Cabaiguán, o desde Canarias, siempre he escrito desde un sitio del interior que no tiene que ver con el espacio geográfico en el que vivo. Escribo desde una provincia particular, íntima, que bien pensado me convierte en una absoluta y total escritora de provincia, lo cual es una gran ventaja. 

En esa provincia escribo yo, exijo calidades y lealtades yo, lo intelectual cede todo el rato el paso a lo humano, lo triste no es lastre sino vivencia, la censura no existe y las ambiciones apenas sirven para saber que no has llegado aún, que por mucho que avances siempre hay un más allá a donde ir, un sitio inexplorado, un puente que nunca has atravesado, pero que sabes que alguna vez… No tiene límites esa provincia.

Nunca salí de Cabaiguán hasta que salí de Cuba, ahora que lo pienso, porque quizás no me hacía falta.

 

Para alguien que nunca salió de su pueblo, ¿qué significa salir de su país?

Creo que el exilio es traumático para la mayoría de los exiliados, pero para una mujer de campo, a quien absolutamente nadie espera del otro lado, y que tiene que aprender de nuevo a hacerlo casi todo, con un hijo, pocos recursos y muchos propósitos, es muy complicado. 

Estuvimos en Costa Rica cuatro años, en los cuales entendí muchísimas cosas del mundo y de mí misma que en Cuba probablemente no hubiera entendido nunca. 

Recibí tanto cariño, encontré tan buenos amigos, incluso algunas oportunidades y ocasión de sopesar la nostalgia de algo que no era Cuba en sí, sino mi abuela, ciertos sitios, algunas conversaciones, una ventana con orquídeas… 

En Tenerife estaba la familia, esa abundancia que proporciona estar cerca de los que quieres, un clima estupendo, un paisaje nuevo, diverso, de una belleza única. Mi hijo se integró y se abrió paso como uno más y, en ese trasiego de sitios, mudanzas y desapegos, a veces creímos no haberlo hecho tan bien, pero nunca nos hemos arrepentido de huir de Cuba. Yo volví en el 2000 y francamente, aparte de los afectos, allí quedaba muy poquito mío. 

En Tenerife encontré menos amigos, pero más oportunidades. Quizás porque me voy poniendo vieja y mucho más drástica, menos flexible en algunas cosas, lo que hace más difícil entrar en los espacios extraordinarios de la amistad con nuevas personas. Siempre he sido de pocos amigos, así que me va bien.

Tengo casi todo lo que quiero, el resto puedo inventarlo, porque tengo esa libertad, y doy gracias por ella, con la madurez se aprende que lo bueno de saber inventar es que aquieta, lo creado tiene un valor añadido en cuanto puede ser modificado sin que sea tan doloroso.

 

¿Qué cambió en tu literatura el hecho de tener que escribir fuera de la geografía donde te hiciste escritora? 

Aunque desde que empecé a responder tus preguntas estoy diciendo que en mi caso la geografía tiene poca incidencia en la creación, he recordado ahora que Gumersido Pacheco y yo bromeábamos con aquello de que si Beethoven hubiera nacido en Cabaiguán no tendríamos la “Sinfonía No. 9”, puede que ni siquiera tuviéramos Beethoven.

Para empezar, veníamos de un espacio muy cerrado, de lecturas muy concretas. En Cuba los amigos trabajaban días con un texto tuyo, le dedicaban tiempo, te hacían sugerencias, le daban tanto que lo dejaban en cueros. Acá eso parecería una insolencia. Señalar algo, incluso, podría ser motivo de que te aparten. No es que una manera sea buena y otra mala, es sólo que son distintas.

Aunque escribo mucho, como siempre (confieso que con más sosiego), no me siento tentada a publicar todo lo que escribo, es más, cada día menos cosas de las que escribo me parece que tengan la calidad que merece un lector, sobre todo de poesía.  

Pero escribir, escribo aquí de la misma forma que en cualquier otro sitio, como una desquiciada, mientras voy en el tranvía o limpio la casa, en pequeños trozos de papel que agarro de lo que sea, mientras hago mi trabajo, mientras como o hago la compra en el súper, al tiempo que vivo, no sé si podría escribir poesía si me siento delante del ordenador con la idea expresa de escribirla. 

La narrativa, en cambio, es otra cosa, necesita otro reposo, colocar lo visceral en un rincón, informarse, amasar mucho la idea antes de extenderla, ponerle los ingredientes, escribirla. Luego, para mí la geografía, es sólo eso, un lugar. Lo que escribo, es otra cosa. Cuando alguien me dijo que yo era escritora, en concreto poeta, y que aquello que estaba escrito en unas hojas mías eran poemas, me reí mucho, y luego me asusté un poco. 

Casi nunca pienso en que soy escritora, pero si lo pienso me vuelve a pasar lo mismo. La verdad es que vivir en Cabaiguán, o en Tenerife, cambia muy poco lo que escribo. Lo que cambia cuando sales de Cabaiguán (y de Cuba), es tu forma de ver el mundo, tus lecturas, tu experiencia vital, tus urgencias, y eso sí definitivamente tiene un impacto en lo que escribes.

 

¿Cuáles son las razones por las que sigues haciendo literatura en 2020?

Las mismas por las que escribía a los diez o doce años, en 1974 o 76: alivia. Alivia mucho cierto prurito mental, las ganas de salir corriendo y no parar hasta que se acaben el mundo o las fuerzas, alivia cuando por ahí cuentan sus muertos en pandemias y guerras, cuando algunos ponen las ideologías más rancias por encima de familia, amistad, humanidad, Dios…, cuando por ahí algunos tienen un hambre o una sed que sabes no puedes resolver. Y a veces también agota, pero compensa. Y todo eso, que más da si algo te lo proporciona a los 10 o a los 56 años.

Escribo porque no sé hacer otra cosa para sobrevivir. Si las razones fueran otras quizás no escribiría.

 

Cuando miras a Cabaiguán desde el otro lado de océano, ¿qué ves?, ¿podrías volver a él?, ¿le queda algún camino de regreso a Sonia Díaz Corrales? 

Casi nunca miro a Cabaiguán desde aquí. A veces rememoro los vitrales de la iglesia o alguna noche en particular en que llovía, ese sonido cansino del agua cayendo en el patio, las estrellas del cielo que se veía desde el techo de mi casa, el viento en los árboles del Paseo o el Parque Martí, el silencio de la Biblioteca Municipal, la estación de trenes, el Puente de los buenos, que estaba antes de llegar al Cementerio, y era donde despedíamos a los muertos, la Colonia Española, el Club Campestre, donde fui a mis primeros bailes, los rostros de la gente que quería y quiero… 

Pero los veo como fragmentos aislados de un sitio que ya no existe y no existiría igual si estuviera en Cabaiguán, porque hasta donde sé ninguno de estos sitios o personas son ya lo que eran. Del otro lado del océano es muy lejos, después de todo este tiempo es más lejos aún. Volver podría, pero, ¿a qué?, ¿a qué sitios?, ¿a qué personas?, ¿a qué vida que ya no es mía?

Hace dieciocho años que estoy en Tenerife, veinte que no voy a Cuba, puede que no vuelva nunca más, lo tengo asumido. Si fuera así, no hay amargura en ello. Hay tantos sitios cautivadores, preciosos, a los que no he ido, tanto verde por ahí esperándome, tanta comida y bebida apetecible o exótica, tanto libro, tanto cine, tanta exposición, tanta arquitectura, tanta música, tanta belleza… que no le encuentro sentido a volver a donde “no te quieren ni te necesitan”, a donde sabes que será difícil encontrar un camino, menos aún una meta para el regreso.  

 Y sobre los caminos del regreso creo algo importante, decía mi abuela, que era una sabia, que a veces “cuando llega el sombrero, ya no hay cabeza…”. Para no odiar ese sombrero que no llega, esa cabeza que se cansa de esperar, se necesita estar muy centrado en tu vida, en la certeza de que los caminos que has escogido sirvieron de algo, los del regreso, en mi caso, siempre llevan a sitios seguros, a mi familia, a la poesía, a los libros, a esos pocos amigos fieles y amados, a Dios, a mí misma, a mi provincia íntima en la que siempre soy bienvenida y encuentro paz. 

Mi gratitud a Dios y a esos a los que regreso, es infinita. Sinceramente, no necesito nada más.

Ya he tenido suficiente

Amigos que producen televisión, en Santo Domingo y Miami, me han invitado a participar en programas sobre las elecciones en Estados Unidos. Me he excusado con todos más o menos con las mismas palabras. Cuando se trate de Cuba, les he dicho, cuenten conmigo.
Eso no quiere decir que no tenga una opinión al respecto. Pero ya he tenido suficiente con los dimes y diretes, las peleas y los insultos que he visto a diario en las redes sociales. Tengo a muchos amigos tanto de un bando como del otro. Si tuviera que discutir con alguno de ellos, quisiera que fuera sobre otros temas.
El mundo que vivimos a menudo me hace recordar los finales de los años 80. Nunca he vuelto a ser tan optimista como en aquellos meses. Los regímenes del campo socialista iban cayendo, uno a uno, y muchos estábamos seguros de que Cuba, sin la manutención soviética, también acabaría cambiando.
Pero ni la historia se acabó, como había vaticinado Fukuyama, ni los cubanos pudimos librarnos de ese destino totalitario y empobrecedor que empujó a tantos al exilio (la actriz Isabel Santos dice que tiene una libreta de teléfonos llena de números a los que no puede llamar, porque todos se han ido). 
Me ha costado mucho reconstruir el país de mis afinidades del otro lado. Recuperar un grupo de amigos, aunque sea en las redes sociales, para hablar de los temas que me apasionan, ha sido una tarea ardua que me ha consumido muchísimo tiempo. No me interesa desbaratar todo eso por Trump o Biden.
Repito, tengo mi opinión al respecto, pero yo ni siquiera voto. Sea quien sea el presidente de Estados Unidos en los próximos cuatro años, quisiera seguir compartiendo y queriendo a esos amigos que ahora están enfrascados en dimes y diretes, peleas e insultos.
Cuando se trate de hablar de Cuba, puedes contar conmigo, le respondí a Groy Pereira (uno de los que me invitó). En ese tema, en el que nos va la vida a todos, sí me involucro cueste lo que me cueste. No pierdo la esperanza de volverme a sentir como el jovencito de finales de los años 80.
Tarde o temprano, ese día acabará llegando.

25 octubre 2020

La puerta azul

Alrededor de las cinco,
abro la puerta azul
y le miro a los ojos
a la madrugada.
Otra puerta como esta
se abría a un andén
donde antiguas
madrugadas
esperaban
la hora de irse.
Ahora tengo que subir
una oscuridad
que cruje
hasta que mi mujer
también se despierta.
Camino de las luces
me cruzo
con el Beny Moré
que tenemos
junto a la Virgen
del Carmen.
Le doy
los buenos días
al Bárbaro
y escucho
su respuesta
entre las aves
que cantan.

Alrededor de las cinco,
abro la puerta azul
y me encuentro
al día
que me espera,
puntual,
en el andén
de la intemperie.

24 octubre 2020

Nosotros

Acabo de ver una foto
donde miras
a la muchacha
que más quisiste
en un jardín
de la ciudad que más
te quiso.
Muchas canciones
pudieran ser
el fondo
de ese paisaje
en el que ya
no hay 
manera
de dar contigo.
Más de una vez,
oyendo viejos tracks
de la República
o recordando
la Cuba bufa
que tanta gracia
te hacía,
me dan deseos
de volver a vivir
en la misma calle
que tú.
Siempre que veo
a Bacallao patinando
sobre los violines
de la Aragón,
me dan ganas
de regresar al país
en blanco y negro
que tanto disfrutamos.

Demasiados asuntos
pendientes,
como puedes ver,
para que desaparezcas
de ese paisaje
que siempre tendremos
de fondo, nosotros, 
los que te quisimos tanto.

22 octubre 2020

Rachmaninov y las oscuridades del Prado de Cruces

Fue la primera vez en mi vida que me puse unos audífonos. En la Sala de Música de la Biblioteca Nacional parecía residir el silencio de La Habana. El piano de Sergei Vasilyevich Rachmaninov era el único sonido que llegaba a mis oídos. Afuera, los 80 se recuperaban de un torrencial aguacero.
Alexis Díaz de Villegas (El Majá) y yo éramos inseparable en aquellos años de la Escuela Nacional de Arte. “Vamos a oír música clásica”, me convidó. Nos subimos a una ruta 81 en medio de un diluvio y, después de dar incontables vueltas por Miramar y El Vedado, nos bajamos en la Plaza. Llegamos empapados. 
La señora a cargo, paciente y amable, ignoró nuestro horrible estado y se concentró en lograr que las cabezas de aquellos dos guajiritos (de Cumanayagua y el Paradero de Camarones) se adaptaran a unos rudos artefactos de fabricación soviética. El Majá eligió a Mozart. Yo, al autor de “La isla de los muertos”. Apenas unos meses atrás, había bailado en una de las esquinas más oscura del Prado de Cruces con Los Pasteles Verdes, Los Terrícolas y Los Brincos. Una muchacha cuyo nombre ya se me extravió, bailaba con su cabeza en mi hombro. Pero un ruso de Semiónov estaba despertando a un Camilo que hasta yo desconocía.
La gente con la que compartí, los libros que leí, las películas que vi, las conversaciones que escuché y los teatros a los que fui, me cambiaron para siempre. Nunca más volvería a ser el mismo después de aquellos primeros meses en Cubanacán. Eso lo supe cuando regresé a las oscuridades del Prado de Cruces. 
“Crees que por ser tu amante/ no puedas llevarme por donde tu vas./ Y que tengo que ocultarme/ como un fugitivo en la oscuridad”, volvió a cantar la muchacha en mi hombro, mientras una multitud de pergas nos rodeaba. Renay Chinea me hizo recordar todo esto con algo que escribió hace poco.
A veces, cuando voy solo en el Jeep, pongo a los Pasteles Verdes, Los Terrícolas o Los Brincos. Aún me sé muchas de sus canciones de memoria. Pero Rachmaninov siempre aparece en los momentos ideales para que no haya más sonido que el de su piano. Entonces el Camilo que hasta yo desconocía se pone en mi lugar.
Todo empezó el día que por primera vez en mi vida me puse unos audífonos.

18 octubre 2020

Los 86 de Elia

Ayer celebramos el cumpleaños 86 de mi suegra. Nació en el central Elia, en el sureste del antiguo Camagüey, en 1934. Sus padres, dos emigrantes canarios, le pusieron el nombre de aquel lugar, agradecidos por las oportunidades de trabajar y prosperar. Luego, ya en El Cristo, se graduó de maestra y aprendió a tocar el piano.
Cuando se casó con Jorge Sarlabous, tenían la intención de vivir en aquel pequeño pueblo del oriente cubano para siempre. Pero cada uno de sus pequeños sueños se hicieron trizas cuando la revolución se apropió de todo lo que su familia había logrado con tanto esfuerzo. 
El día que Jorge, que era agrónomo, dijo que deseaba marcharse, fue condenado a 3 años de trabajos forzados. En 1970 por fin aterrizaron en Santo Domingo, como parte de una pequeña escala que se convirtió en el resto de sus vidas. Ayer, varias generaciones de sus alumnos dominicanos le dieron las gracias.
“Tus lecciones cambiaron mi vida”, le dice en un video una de sus alumnas de piano, que ahora es una reconocida profesional en Nueva York. Una vez le pregunté a don Jorge por qué habían decidido marcharse. “Para que Diana no tuviera que vivir aquel horror”, me dijo sin pensarlo. 
La noche que llegaron a Santo Domingo no sabían ni dónde iban dormir. Esa misma madrugada conocieron la hospitalidad y la generosidad de los dominicanos. Jorge trabajó hasta los 80 años. Elia se mantuvo dando clases de piano hasta que decretaron el confinamiento por la pandemia del Covid-19. 
Ayer, en su fiesta de cumpleaños, vino un mariachi a cantarle. Lloraba de la emoción mientras que, con su mano derecha, apretaba fuerte la mano de Jorge. Con la izquierda, tocaba un piano invisible. ¡Muchas felicidades, querida Elia, y gracias por Diana!

13 octubre 2020

Paisajes después de una devastadora tormenta

En uno de los edificios gubernamentales de La Habana se mantuvo parpadeando, durante décadas, un cartel lumínico. “Revolución es construir”, rezaba. Pero la historia acabó siendo muy distinta de la consigna. Desde 1959 hasta hoy, Cuba y los cubanos han tenido que soportar un proceso de depauperación humillante.
Esa incesante destrucción, que arrasó con los signos vitales de la sociedad y generó una crisis social y moral cuyos daños aún son incalculables, también acabó con oficios, saberes, tradiciones, costumbres y sabores. La nación, como la industria azucarera, prácticamente ha sido desmantelada.
Acabo de ver, en Amazon Video, dos estremecedores documentales sobre la Cuba actual: Cuban Food Stories (Asori Soto, 2018) y Campesino (Mia Tate, 2018). En ambos me pasó lo mismo, me costó mucho trabajo adaptarme a la idea de que eso que se veía en la pantalla era el país donde nací y viví durante 33 años.
La gente, esa manera inconfundible de ser y de mirar que tiene el cubano, acabaron convenciéndome de la autenticidad del paisaje. La película de Soto es un poético viaje en busca de las comidas perdidas, de esos platos y sabores cubanos que han logrado salvarse de la horrorosa supervivencia.
Mia Tate, por su lado, le sigue los pasos a Carl Oelerich, un fotógrafo amateur que trabaja como maletero en el aeropuerto de Salt Lake City y que, durante 15 años, ha documentado los cambios en las tradiciones y costumbres de los campesinos de Viñales, en Pinar del Río.
Aunque el viaje gastronómico de Asori es mucho más largo que el de Mia, ambos acaban dando vueltas en círculos alrededor de una cotidianidad viciosa. Incluso los entrevistados que aún son capaces de decir alguna frase optimista, lo hacen desde una tristeza estremecedora.
“¡Cuánta destrucción!”, me dijo Diana cuando acabamos de ver los documentales. Entonces recordé el cartel que parpadeaba en uno de los edificios gubernamentales de La Habana. 61 años de revolución han convertido a Cuba en eso, en el penoso paisaje que dejan a su paso las tormentas más devastadoras.

10 octubre 2020

Las moscas verdes

Mi escritorio es pequeño 
y está junto a una ventana.
Desde él veo al bosque
lidiar con los elementos.

Todas las mañanas, 

cuando me siento 

a trabajar,

encuentro moscas muertas.

Son verdes y brillan,

de lejos parecen de metal.

Pierden la vida

durante la noche,

mientras luchan por huir 

a través de los cristales.

He observado los detalles

de su morfología

y estudiado sus hábitos.

Se alimentan de materia

en descomposición

y excrementos.

Sobre los mismos libros 

en los que caen,

las llevo a la terraza

y las lanzo al vacío.

Esa pequeña ceremonia

es, de algún modo,

un gesto solidario.

Mis palabras también

se alimentan de muertos,

nada las inspira más

que lo que se ha destruido

o está en descomposición.

En eso tenemos

un gran parecido

las moscas verdes y yo.

09 octubre 2020

El oficio más lindo del mundo

Muy cerca del célebre salto de Jimenoa, en Jarabacoa, está el Instituto Técnico de Estudios Superiores en Medio Ambiete y Recursos Naturales. Hoy fui al vivero a buscar posturas de palma Manacla (Prestoea montana) para sembrarlas en la cañada de la Loma de Thoreau.
En el vivero, donde se reproducen especies endémicas del bosque dominicano, te regalan todas las posturas que seas capaz de sembrar. Hoy me recibieron Perla y Eloy. Al final, además de las palmas, cargué con posturas de cola (Mora abbottii Rose & Leonard), higüeros (la güira cubana), cedros, caobas y cipreses.
Mientras cargábamos el buggie, Perla me iba dando instrucciones sobre dónde sembrar y cómo cuidar cada planta. Ella estudia para ténico forestal y en las mañanas se encarga del vivero. No puede ocultar la felicidad que le produce regalar pequeñas posturas que en unos años se convertirán en grandes árboles.
—No hay nada más hermoso que los bosques de estas montañas —me dice—. Papá Dios se esmeró cuando hizo esta Cordillera.
Como Eloy había permanecido callado, le pregunté si él también había estudiado en el Instituto. Me dijo que no con la cabeza. Luego, después de pensarlo mucho, murmuró algo. Le dije que no había entendido. “Yo soy sembrador”, dijo en un tono más alto. “Tienes el oficio más lindo del mundo”, le aseguré.
Cuando ya me iba, Perla me dijo que para el mes que viene tendrán posturas de ébano verde, “el palo más lindo del bosque dominicano”. Le prometí que volvería a buscar al menos una, porque ya casi no me queda espacio. “Venga a buscarlas y las siembra por ahí”, me dijo Eloy mientras me enseñaba las palmas de sus manos.
“Ya usted ve”, comentó cuando la luz del sol cayó sobre todos sus callos. Cerré mis puños. Me hubiera dado vergüenza que viera mis palmas impolutas. Chocamos los codos (ese saludo horrible que impuso el coronavirus) y volví despacio, a no más de 50 km/h, para que las posturas no sufrieran.
Ahora voy a sembrarlas. Al menos por un rato, seré como Eloy, tendré el oficio más lindo del mundo.

08 octubre 2020

Golpes de martillo en la noche habanera

Nuestro albergue, como todas las escuelas de arte de Cubanacán, estaba construido sobre el campo de golf del antiguo Country Club de La Habana. Una interacción en las redes sociales con Corojo Valdivia, uno de mis compañeros de entonces, me hizo recordar una hilarante historia de aquellos años.
Corojo es de Sancti Spíritus y su litera era la primera que uno hallaba cuando entraba al albergue. Desde ese púlpito, daba sermones sobre teatro o hacía chistes desternillantes, siempre con una voz muy ronca que parecía estar a punto de apagarse.
Justo frente a la suya, estaba la litera de Agustín Amalfi, un fornido guajiro de las Minas de Matahambre que era extremadamente amanerado. Solo le mintió sobre su homosexualidad a su padre, un rudo minero que jamás lo hubiera entendido. Le dijo que iba a estudiar en la Escuela de Arte... ¡pero matemáticas!
Corojo defendía el teatro de vanguardia. Artaud, Grotowski y Barba eran apellidos que siempre estaban en la punta de su lengua. Amalfi sentía una pasión irrefrenable por el teatro sicológico norteamericano. Estuvo un año entero haciendo el decorado para una escena de El Zoo de cristal.
Una noche, Amalfi descubrió que habían intentado forzar su taquilla (así le llamábamos a los lockers). Consiguió un martillo y clavos para tratar de hacerla invulnerable. Media hora después, desesperado por los martillazos, Corojo se sentó en su cama y abrió los brazos: “¡Amalfi!”.
Con una fuerza descomunal y una delicadeza única, Amalfi cargó con la taquilla para el recibidor del albergue y volvió a martillar. El tac tac tac seguía siendo muy molesto. Por eso, al cabo de un rato sin poder concentrarse en su lectura, Corojo volvió a protestar: “¡Amaaalfi!”.
Lo oímos por las escaleras. Alexis Díaz de Villegas fue quien lo descubrió por las ventanas. Había bajado los cuatro pisos y reanudado sus martillazos en el bosque que había junto al edificio. Todos nos convertimos en espectadores de aquella improvisada obra de teatro del absurdo.
El taaac taaac taaac se oía más lejos, pero igual llegaba a nuestros oídos. Ya de pie y envuelto en una sábana, Corojo proyectó su voz como si estuviera en una sala abarrotada de público. “¡Amaaaaalfi!”. Corrimos a las ventanas y lo vimos alejarse con su taquilla encima, como un trágico personaje griego.
Desde el otro lado del bosque, cerca de la avenida que nos circundaba, nos llegó un leve eco. Taaaaac taaaaac taaaaac… Cuando volvió lo aplaudimos eufóricos. Eso lo comprometió demasiado con su público. Convirtió su toalla en un mantón de Manila y se travistió en Lola Flores.
A ese acto le siguieron otros y al final la noche se convirtió en un interminable espectáculo. Alexis repetía parlamentos enteros de Charlotte Corday en Marat/ Sade. Corojo, viejas décimas espirituanas y Leoncio de la Torre, disfrazado del Yarini de Carlos Felipe, seducía a la loca francesa de Peter Weiss.
Ya todos pasamos de los 50 años. Pero siempre que nos encontramos, física o virtualmente, acabamos volviendo a aquellos días. Los golpes de martillo en la noche habanera, ahora significan para nosotros lo mismo que los del hacha que derriba cerezos mientras cae un telón de Chéjov.

07 octubre 2020

Alzehimer

Empezaste por olvidar la tarde
que teníamos delante.
Luego, poco a poco,

lo fuiste extraviando todo.

Primero se te perdieron

las costumbres de la mañana,

los días correlativos

y la manera de llamar

a los objetos que adorabas.

Luego se apagaron tu país,

tu pueblo y los rostros

de tus seres queridos.

Creo que fui

tu última pertenencia.

Aunque al final

también desaparecí,

tus ojos no me engañaron.

Siempre supe

que en esa mirada

(que a veces era de miedo

y a veces de una ternura

indescriptible)

estaban la tarde,

las mañanas,

los objetos,

tu país, 

tu pueblo,

tus seres queridos

y lo que veías en mí

cuando por fin me descubrías.

Nunca olvidaré esa ansiedad

con la que intentabas

recordar algo,

hallar la manera de salir 

de ese atroz laberinto

en el que se había

trocado tu memoria.

Perdóname 

por entenderlo

cuando ya era 

demasiado tarde.

Ahora sé 

que solo querías 

reconocer el mundo

que te rodeaba 

antes de que se convirtiera 

en la sombra de un sauce, 

en una pequeñísima 

porción del verano

donde florece 

el más hermoso jardín.

05 octubre 2020

La tatagua

La noche no existiera

sin las alas extendidas 

de la tatagua.

En esa oscuridad,

enorme y sigilosa,

alguien trama

la luz

de nuestros días.

La tatagua

es un recuerdo

que nos persigue 

por todas partes.

A veces se anticipa

y nos espera

en los lugares

donde acabamos

huyendo.

Aun en sueños,

pasa agitando

su misterio.

Tenaz 

como un ángel

y con el lustre

de un demonio,

sobrevuela 

a lo largo 

de los años.

 

La tatagua no existiera

sin ese tiempo extendido.

La vasija

En esa vasija,

amasada

con el barro

de un país

que creíamos

irrompible,

mi madre

cultivó 

la extensa

primavera

que tenía

a su alrededor

y la soledad

que al final

le trajeron

los veranos.

 

Esa vasija,

que alguna vez

admiramos

por la  

hermosura

de sus flores,

hoy es

el vencido

barro

de un país

sin estaciones

que se nos cayó

de las manos

y se hizo polvo.

04 octubre 2020

Tiempo en pantalla

Mi AppleWatch me acaba de felicitar. Dice que la semana pasada reduje en un 19% mi tiempo en pantalla. Cada vez estoy más atento a esa cifra. Al principio de la pandemia, como casi todo el mundo (en casi todo el mundo), clavé los ojos en mis dispositivos. Ese fue mi primer instinto de conservación al aislamiento.
Luego fui buscando otros recursos para nadar a favor de la corriente del tiempo en aquellos días interminables. Trasplanté las palmas de Manila de la terraza, corregí filtraciones, organicé el estudio y logré reducir considerablemente la montaña de libros que tenía en mi mesita de noche.
Si bien es cierto que las redes sociales nos permiten interactuar en tiempo real con amigos y gente querida que están a distancias insalvables, también nos hacen perder muchísimo tiempo en discusiones inútiles y boberías. A veces, lejos de conectarnos, nos aíslan en afinidades, nos recluyen en guetos, nos atrincheran…
Conozco a muchos que ya son incapaces de participar en un encuentro presencial sin tener su teléfono a mano. Al más mínimo descuido, sueltan el hilo de la conversación real y se trasladan a las virtuales. Es como si el mundo que tienen delante de sus ojos siempre les interesara menos que el ajeno.
Aunque cada vez hay más alertas al respecto, el poder de contagio de la nomofobia (el miedo irracional a permanecer sin mirar el teléfono) es mucho mayor. Como necesitamos unas tumbonas para un nuevo deck que construimos al borde de la cañada, recorrimos la carretera de La Vega a Santiago.
Después de parar en varias de las incontables tiendas de muebles que hay en ese trayecto, volvimos a la casa de Ortiz, el carpintero que nos ha hecho casi todo en la Loma de Thoreau. Seguramente mañana compartiré en Facebook una foto que le hice a un columpio que nos gustó mucho.
Pero la experiencia que vivimos y lo que apreciamos en el recorrido será siempre intraducible a las palabras y a la realidad virtual. Esa ventaja tenían sobre nosotros nuestros antepasados. Su Instagram era interior. Sus relojes de cuerda ni siquiera tenían la capacidad de medir lo que hacían con su tiempo.

De no ser por ella

La mañana nos trajo esa temprana
frialdad de octubre y un profundo 
silencio que, con toda seguridad,
encontró en el océano.
Llegó puntual, 
justo a la hora que predecían
los artefactos que nos rodean.
Hice que oliera nuestro café
y la puse a oír 
viejas canciones cubanas.
Tardará apenas unos minutos 
en alcanzar
el potrero de Felo López
y las ruinas 
del Paradero de Camarones,
el lugar en el que pienso
cada vez que me despierto.
Reconocer que ella,
como las aves migratorias,
tiene la posibilidad 
de viajar a sitios
que para nosotros
ya no existen,
me produce 
una rara ansiedad, 
me desconcierta.

La mañana 
que unas semanas atrás 
nos trajo 
arena del desierto
y sal de Samaná,
hoy nos deja un silencio
que acaba callando
a las viejas 
canciones cubanas.
La luz que en sus ojos arde
alumbra las oscuridades 
de mi memoria.
Gracias a eso puedo ver,
con asombrosa nitidez,
lo que de no ser por ella
también se hubiera perdido.

01 octubre 2020

El último viaje por Línea Sur

Mi abuela Atlántida ya había perdido el juicio. Unas veces me confundía con mi abuelo Aurelio. Otras, no me reconocía. Mi madre tenía la edad que tengo yo ahora. Era una mujer fuerte y voluntariosa. A lo único que le temía Lérida era a la enfermedad de mi abuela, como si desde entonces supiera que también la padecería.

Las dos se habían pasado unos meses conmigo en La Habana y necesitaban volver al Paradero de Camarones para renovar sus chequeras. No hubo forma de conseguir los pasajes en ómnibus. El único camino de regreso que quedaba era el lechero, un tren que se tomaba un día entero en recorrer 304 kilómetros.

Para ayudar a mi madre con mi abuela, decidí hacer el viaje con ellas. Salimos de la Estación Central en hora, lo cual significaba poco para un viaje tan lento. Cuando el tren hizo su entrada en Bejucal, mi abuela se puso de pie y nos ordenó que hiciéramos lo mismo. “¡Vamos, que llegamos a Camarones!”, aseguró. 

Hizo exactamente lo mismo en Quivicán, San Felipe, Guara, Melena del Sur, Güines, Vegas, Palos, Bermeja, Unión de Reyes, Bolondrón, Navajas, Pedro Betancourt, Isabel, Agramonte, Baro, Guareiras, Manguito, Calimete, Amarillas, Aguada de Pasajeros, Carreño, Perseverancia, Rodas, Congojas y Arriete.

Aunque llevábamos panes con tortilla, jugos y suficiente agua, fuimos comprando cosas por el camino. En un apeadero perdido en la llanura púrpura de Matanzas, mi madre consiguió una ristra con cien cabezas de ajo. Aproveché un cruce con un tren de caña para correr hasta un pozo y rellenar todas las vasijas de agua.

Llegamos a Cherepa justo a tiempo para subirnos al tren de Cienfuegos a Sancti Spíritus, que nos dejaría en Camarones 14 minutos después. “Vamos, mamá, que ya llegamos”, le dijo mi madre a mi abuela. “Estoy cansada de decírselos, pero ustedes ya no me hacen caso”, replicó Atlántida.

Mi tío Rao se había encargado de abrir la casa y limpiarla. Todo estaba impecable y tenía el mismo olor de siempre. Aunque a mi madre le encantaba pasarse tiempo conmigo, nada le gustaba más que estar en aquella vieja estación de trenes. Hervimos leche y nos hicimos un café. Eso fue todo lo que cenamos.

Fue un viaje terriblemente largo y tenso, por la condición de mi abuela, pero lo repetiría infinidad de veces. Ese día, entonces no lo sospechaba, recorrí por última vez la Línea Sur, ese hilo de acero que parece atravesar el tiempo en lugar de cinco provincias. También fue mi último viaje en tren con Atlántida.

No siempre es la felicidad quien nos hace volver a los lugares que más añoramos, la angustia también nos empuja hacia ellos con una fascinación incontenible.