30 agosto 2018

El día que soñé que el Paradero de Camarones podía tener una biblioteca

En 1998 comencé a dirigir el Fondo Editorial Casa de las Américas. Las autoridades culturales de Cienfuegos asumieron eso como un gran logro del territorio. Me hicieron un homenaje y el director provincial, Carlos Díaz, un guajiro afable que recuerdo con cariño, me pidió que lo asesorara.
Muchas de las ideas que le di, en honor a la verdad, fueron llevadas a cabo. En sendas actividades, logramos que la voz de Guillermo Portabales se oyera por las calles de Rodas y los poemas de José Ángel Buesa se recitaran en el parque de Cruces.
También conseguimos, junto a Lenay Blasón, que Luis Gómez, el gran poeta de Cumanayagua, diera un recital en Casa de las Américas. En iTunes se puede conseguir la grabación de aquella emotiva noche en que Roberto Fernández Retamar le regaló un gallo fino, como los de Mariano, pero capaz de cantar y pelear.
Un día mi madre me llamó desde el Paradero de Camarones para decirme que habían cerrado la estación. Viajé a Cienfuegos y le propuse a Carlos Díaz hacer un centro cultural en ella. Esteban Darias, quien en ese momento dirigía los Ferrocarriles, también me dio todo su apoyo.
La idea era hacer una Casa de la Cultura con vagones descontinuados. Lo que parecería un tren parado en una de los andenes de la estación, por dentro sería una institución cultural con biblioteca, sala de museo, salón multiusos y escenarios para danza y teatro.
Después de hacer las pruebas de aptitudes, un grupo de jóvenes del pueblo se fue a la Escuela de Instructores de Arte. En la UNEAC y en Casa de las Américas hice una colecta de libros para la biblioteca. Poco a poco, mi sueño se fue convirtiendo en un sueño colectivo.
Nunca se logró terminar, pero intentarlo me hizo muy feliz. Ahora la estación está en peligro de derrumbe y el tren acabó convertido en materia prima. Algunos de los instructores, como yo, se marcharon del país. Los que quedan, dan sus clases en el parque de la cervecera. 
Esta foto, que probablemente es de Wildy (viejo compañero de trabajo en El Caimán Barbudo), es un testimonio de la inauguración. Ese día fue uno de los más emocionantes de mi vida, porque logré juntar a los dos Camilo en su lugar en el mundo.
Aquella tarde, algunos de los escritores cubanos que más admiro se emborracharon con los ferroviarios que hicieron de mi infancia un lugar único. Como todo sueño, acabó en el momento en que me desperté. Muchas veces, mientras duermo, he tratado de volver a ese punto.

28 agosto 2018

Bandidos

Hace unas semanas salimos a montear con unos amigos. Subimos por el camino de La Lomita. La ruta, a más de mil metros de altura sobre el nivel del mar, va bordeando abismos por la Cordillera Central. Cuando perdimos toda señal, El Mogote (la montaña más alta de la zona) era el único punto de referencia.
Así estrenamos nuestro buggy, un Kawasaki Teryx al que le hemos puesto El Mulo. Lo queremos para esos temerarios caminos que llegan hasta el techo del Caribe. “Su don ya no es estéril: su creación/ la segura marcha en el abismo. Amigo del desfiladero”, recitando a Lezama le explicamos su nombre.
En un momento del trayecto el líder de la expedición, don Julio Cross, indicó que hiciéramos un alto. De uno de los compartimentos de su Polaris sacó una caja de pañuelos. “Parecemos bandidos”, me dijo Diana mientras se enmascaraba con la bandana. Entonces le hablé por primera vez de La Fija. 
Era primo hermano de mi abuelo Aurelio Yero. Su madre, Lila, que siempre me daba unos amorosos abrazos con olor a agua de colonia, talco y fogón de leña, nunca dejó de llorarlo. Mantuvo su retrato en la sala de su casa, encima de un vaso con flores. Desde allí, La Fija vigilaba a todos los que pasaban por la acera.
Fue compañero de Polo Vélez, el gran forajido de Cumanayagua, y del Mexicano. No fallaba un tiro. Donde ponía el ojo, ponía la bala. De ahí su apodo. Murió como vivió, emboscado. Herido de muerte, se mantuvo disparando hasta que el resto de la banda logró escapar.
Aunque llevábamos el rostro cubierto, nos reconocieron en cuanto llegamos a La Lomita. “¡Camilooooo! —nos gritó Bo, cuando pasamos frente a su casa— ¡Dianaaaaa!”. Aunque ese detalle hubiera decepcionado a La Fija, seguimos adelante con nuestro plan.
Acabamos asaltando a la Cordillera, donde quiera que pusimos el ojo, pusimos la bala de nuestro amor por el Cibao y su gente. Unos días después bajé a la madre de Patricio en El Mulo. Iba al pueblo a visitar la tumba de su hija. Para darme las gracias, me dio un amoroso abrazo. Olía a agua de colonia, talco y fogón de leña.

27 agosto 2018

El Barón del Cementerio de La Lomita

Graciliano Candelario fue un cibaeño que nunca se entendió con el llano. Es por eso que un día, cansado ya de tantos fracasos, llegó a estas lomas con todo lo que tenía: una mula, un colín (un machete Collins), un perro y un macuto de batatas (boniatos). 
Alrededor de su casa se fueron construyendo otras y fue así que nació La Lomita, a más de mil metros sobre el nivel del mar y del mal. Como la Cordillera le dio todo lo que necesitaba en esta vida, decidió procurarse en ella también un pequeño espacio para la otra. 
Eso lo convirtió En el Barón del Cementerio (la primera persona enterrada) de uno de los campos santos más apartados de la media isla. Su nieto, El Rubio, es un gran amigo nuestro y, como su abuelo, un líder comunitario natural. Por eso lo fui a buscar con una botella de Brugal Extra Viejo y una coa.
Cuando Diana y yo compramos la Loma de Thoreau, heredamos un viejo portón que nunca volvimos a usar. Al final nos pareció una buena idea donárselo a esa parcela, perdida entre la hierba y la neblina, donde descansa Graciliano Candelario.
“Yo nunca me voy a morir —me dijo Rubio mientras cavaba el hueco para el portón—, pero sí un día Dios no encuentra a más nadie y me convence, vengo para aquí con mi abuelo. A mí, como a él, no hay quien me baje de estas lomas”.