28 febrero 2019

Evián

Hace unos días, en medio de una tensa reunión, empezó a vibrar mi teléfono. Todos lo miraron molestos. Era un comité de crisis, se discutía una compleja estrategia de comunicación, delante teníamos una pantalla llena de variables. Antes de apagarlo, pude ver que era Evián González.
Compartimos la familia y la infancia. Era hijo de mi tío Leopoldo y, aunque le llevaba cinco años, hicimos muchas cosas juntos: jugamos pelota, amanecimos en los carnavales de los pueblos cercanos y, con su inseparable Gabi, llegamos a destilar ese alcohol clandestino y desesperado que los villareños llamamos calambuco.
En el antiguo cuadro de pelota del Paradero de Camarones, en la cervecera del Monumento de Mal Tiempo, en el parque de Cruces o en el prado de San Fernando de Camarones, dejamos algunos de los momentos más felices de nuestra juventud. Las muchachas que iban con nosotros no me dejarán mentir.
Aun cuando ya pasábamos de los veinte, siempre nos presentamos de la misma manera: “mi primito”. La última vez que nos vimos debió ser en 2000, el año en que me fui de Cuba. No recuerdo si hubo despedida, aunque cada encuentro nuestro, por su intensidad, lo fue. Nos creíamos eternos y actuábamos en consecuencia.
Hace una semana publiqué una foto con mi tío Aramís, donde decía estar con el último de los Yero. Evián me corrigió: “Recuerda que también nos queda tío Orlando”. Luego puso una foto suya y me pidió que se la mostrara a Aramís. “Estoy seguro de que no me conoce”, agregó.
Cuando él nació, en 1972, ya su tío se había marchado al exilio. Miriam, la esposa de Aramís, le aclaró que lo conocía por fotos: “Todos dicen te pareces a él”. Evián respondió unos pocos minutos después: “Por acá los queremos y extrañamos mucho, besos para todos”. 
Sabía que estaba enfermo, pero nunca sospeché que esas serían sus últimas palabras en Facebook. Con él se me acaba un mundo que empezó a desaparecer con Gabi. Aunque no soy religioso, me gustaría creer que andan juntos de nuevo y que han vuelto al Paradero de Camarones donde están todos los que se han ido.
Siempre viviré con la angustia de que no le respondí la llamada. Adiós, primito.   

25 febrero 2019

La mula


La mas reciente película de Clint Eastwood se llama La mula. Cuenta la historia de un anciano de 88 años que decide resolver sus problemas económicos transportando droga para un cartel mexicano. Conozco un caso que me da más pena, el de un joven cubano que acabo de encontrarme en República Dominicana. 
Haitianos que estudian medicina en Cuba le pagaron 200 dólares para que les cargara 120 kilogramos de mercancías desde Santo Domingo. No estaba solo, era parte de un grupo de unas 20 personas. Todos son cubanos con pasaporte español, eso les permite viajar sin necesidad de visa. 
No se pueden separar durante todo el viaje, por eso los encierran en un hostal de Gazcue. Cuando llega la hora de volver, un haitiano que reside ilegal en Santo Domingo comprueba su equipaje de mano. Se asegura de que sus pertenencias no excedan los 5 kilos. Luego hace que se pongan un reloj y varias joyas.
Ya en el aire, les quitan todo. Aunque facturan 120 kilogramos en el aeropuerto Las Américas, aterrizan en el Antonio Maceo con solo cinco. El resto es recogido directamente por los haitianos, en una obvia complicidad con las autoridades aduanales de Santiago de Cuba.
Una vez en suelo cubano, la mercancía es distribuida por toda la isla, donde la escasez de productos de primera necesidad es cada vez más crítica. Recientemente, el escritor Abel Prieto (asesor del dictador Raúl Castro), menospreció a un grupo de cubanos llamándolos “sirvientes de quinta categoría”.
En parte tiene razón, el régimen inviable, opresor y parásito de La Habana lleva a sus ciudadanos a extremos insospechados. Servirle de mula de carga a una mafia de haitianos, por ejemplo.

19 febrero 2019

So What

A punta de trompeta, abandonado a su suerte,
ha decidido sacar al frío de esta ciudad.
Tiene espacio suficiente,
le han dejado la calle para él solo.
Por eso toca como si nadie lo escuchara.
Su cabeza sigue al piano,
luego al bajo y, 
finalmente, 
al súbito redoble de la batería.
Rodeado por el silencio absoluto
de una banda inexistente,
sopla sobre la mañana helada.

Toca como si el frío realmente
supiera lo que él quiere.
Abandonado a su suerte,
a punta de trompeta,
feliz de que la neblina y la lluvia
le dejaran la calle para él solo.

17 febrero 2019

Crónica de los Yero

El Paradero de Camarones fue un viejo pueblo desde su primer día de existencia. En el corazón de ese lugar antiguo estaban las casas de los Yero. No lo fundó un hombre sino el azar. Era el punto más cercano que había entre el ferrocarril de Cienfuegos a Santa Clara y San Fernando de Camarones.
Por eso hicieron allí un paradero y pronto hubo más de una docena de casas a su alrededor. Claudio Yero y María Alonso se apropiaron de la esquina más valiosa (luego, ahí mismo, su hijo Roberto construiría un bar). Otros tres hijos suyos, Aurelio (mi abuelo), Ía y Rao también viviría a lo largo de ese espacio.
Cuando era niño, todavía se podía pasar de una casa a la otra a través de sus patios. Entonces, Aneve y Chaco (hijos de Rao) también habían levantado sus casas. Ya ningún Yero vive allí, todos acabamos marchándonos, pero en la barra del bar Arelita aún deben quedar nuestras huellas. 
Todos nos paramos igual. Siempre con las palmas de las manos apoyadas en lo que tengamos delante y el cuerpo ladeado. Si fuéramos barcos, podría decirse que los Yero estamos escorados a babor desde que venimos al mundo. Ayer, en la cocina de Aramís, me dí cuenta que mi tío y yo estábamos parados como lo hacían los Yero en la barra del Arelita.
Ahora el corazón de ese lugar antiguo que siempre fue el Paradero de Camarones, al menos para mí, está aquí. Por eso cuando vuelvo siento que estoy de regreso a todas las casas de los Yero.

13 febrero 2019

En una ciudad desconocida

Cuando en el cine de tu pueblo
pasaban películas soviéticas
o de alguno de esos países
que quedaban
en el lado oriental del frío,
te imaginabas a tu novia
muy abrigada,
esperándote
en una ciudad desconocida.
Recostado
en el tedio del verano,
cerrabas los ojos
y la veías posar para ti
en una plaza desierta.

Ayer, 
cuando le pediste a Diana
que no se moviera,
no fuiste capaz de reconocer 
tus verdaderas intenciones.
Luego, al calor de un whisky
en un restaurante sureño,
ella te pidió que dejaras
de mirar fotos
y le hicieras caso.
Apagaste la pantalla,
le diste un beso
y hablaste de otra cosa.
Es una historia larga
y difícil de explicar.
Tuvo que desaparecer
el lado oriental del frío
para que pudieras
hacer realidad tu sueño.

12 febrero 2019

Con Manuel Sosa en el jardín central del Fulton County

El Uber nos dejó en el Turner Field. La dirección que buscábamos no aparecía en su navegador. Le preguntamos a un joven atleta y se encogió de hombros. Desorientados, Manuel Sosa y yo decidimos hacer lo que hacen los guajiros cuando pierden el rumbo: dar vueltas hasta volver a encontrarlo.
Cuando le dije que me pasaría unos días en Atlanta, le pedí que fuéramos juntos hasta ese pedazo de pared. Después de bebernos unos bourbon delante de una guitarra de Frank Zappa, salimos al encuentro de la historia. Apenas encontramos huellas del Fulton County. 
En el lugar de la hierba ahora hay asfalto. Las líneas blancas ya no marcan el terreno de juego, sino la posición en que deben estacionarse los vehículos. Solo un lejano muro en forma de círculo y justo el pedazo de cerca por donde salió la pelota, delimitan el escenario de la hazaña.
El 8 de abril de 1974, Hank Aaron se convirtió en el más grande jonronero de todos los tiempos. En su primer turno al bate, en conteo de una bola sin strikes, le conectó un largo batazo a Al Downing, el abridor de Los Angeles Dodgers. La pelota le cayó en el guante a un pitcher de los Bravos que calentaba en el bullpen. 
Con ese jonrón, el 715 de su carrera, rompió un record de Babe Ruth que muchos creían insuperable. Manuel corrió de espaldas y mirando hacia arriba, sin quitarle la vista a la pelota. Después de un último esfuerzo por capturarla, se quedó colgando de la cerca.
Intuitivamente, metimos los dedos entre los alambres. Lo hicimos como quien toca un objeto ritual. En Atlanta caía una fina llovizna y la temperatura era de 4º. Los dos nacimos en 1967; aunque ya pasamos de los 50, volvimos a ser niños durante el tiempo que permanecimos en el jardín central del Fulton County.
Gracias por eso, Manuel.

Georgia On My Mind

Fotograma de El Camino del tabaco (John Ford, 1941). 
Ahora que eres viejo y estás adolorido,
no logras que las cosas
te conmuevan como antes.
Piensas en eso cuando descubres 
que leíste el sabor de esa harina
muchos años atrás,
en un libro destrozado
por el hambre de los insectos.
A eso sabía aquella página
donde una pobre muchacha,
de rostro sucio
y tetas deslumbrantes,
se despedía de su amado
en un cargadero de carbón.

Después de oír una y otra vez
una canción de Ray Charles,
Decides caminar por la niebla 
que ha amanecido hoy 
sobre toda Georgia.
Antes, te bebes un café
que también te sabe
al que hervían los Lester.
Sin tener que salir a la calle,
logras descender
por unas interminables
escaleras mecánicas
hasta las líneas del tren.
No hay cigarras 
en la estación 
de Peachtree Center,
pero tú las oyes.
Después de eso,
solo falta que llegue 
hasta aquí el polvo 
que levantabas
al pasar las páginas
de El camino del tabaco.

No, no estás donde dice tu reloj.
Solo has vuelto a los libros 
que leías cuando eras capaz 
de conmoverte con una inocencia 
que ahora te da risa.
Veinte años después, sigues creyendo
que un lugar como este 
solo existe a través de las palabras.
Es entonces que pasas la página 
y toses con todo el polvo que levantas.

03 febrero 2019

Nuestra salvia

Cuando mi abuelo Aurelio Yero fue nombrado jefe de estación por los Ferrocarriles Unidos de La Habana, su familia tuvo que adaptarse a una vida itinerante. En menos de 10 años vivieron en las estaciones de cuatro pueblos: San Fernando de Camarones, San Juan de los Yeras, San Andrés y el Paradero de Camarones.
Las mudanzas se hacían en dos vagones: uno para los muebles y otro para los animales (vacas, cerdos, chivos…). La familia se iba primero, en un tren de viajero. Los dos vagones de la mudanza dependían de los trenes de carga, por eso solían llegar a su destino varios días después.
Según los recuerdos de los Yero, sus mejores años fueron en San Fernando (en el ramal Cumanayagua) y los más difíciles en San Andrés (en el ramal Placetas). Pero en cada una de esos lugares dejaron muchísimos recuerdos y algo que nunca pudieron subir a los vagones de la mudaza: la mata de salvia de Atlántida.
Cada vez que mi abuela llegaba a una estación, sembraba una pequeña postura que en unos meses se convertía en algo sagrado para la familia. Con sus hojas, mi abuela curaba todo tipo de males y afecciones, desde los dolores de garganta hasta inflamaciones o fiebres.
Hace unos días fui víctima de una feroz gripe y lo primero que se me ocurrió fue ponerme hojas de salvia en la planta de los pies. Las puse en cruz y las aplasté con las manos. Me las dejé dentro de las medias hasta que estuvieron totalmente tostadas. Eso me exigía siempre Atlántida.
Aunque ni Diana ni yo no pudimos traer nada de lo que tenían nuestras familias, en la Loma de Thoreau ya hemos construido un mundo muy parecido al que perdimos en Cuba. Una de las primeras cosas que hicimos fue sembrar nuestra salvia. Desde entonces es sagrada.