Suelo identificar a los lugares por sus olores, por eso me dejan de pertenecer cuando cambian o se pierden. Me pasó por primera vez en 1974. Ese año se divorciaron mis padres y me fui a vivir con mis abuelos a la estación de Camarones. Cuando volví a la casa de Manicaragua, donde había vivido hasta entonces, ya no olía igual. Eso me impidió regresar a ella de la misma manera que lo había hecho hasta entonces.
Las aulas de teatro de la Escuela Nacional de Arte tenían un aroma muy particular. Unas flores silvestres que crecían a su alrededor, inundaban todos sus espacios. Cuando desbrozaron el solar aledaño, la esencia se esfumó. Como no encontré el olor que había dejado al irme, me molestó menos el hecho de encontrar a una pareja usurpando el balcón donde solía sentarme con mi novia.
Sin el olor de aquellas hierbas, era más fácil entender que todo aquel reino le pertenecía a otros. Los viajes de Cienfuegos a La Habana, al menos para mí, tenían el olor de los Budd, aquellos vagones plateados que atravesaban la fría madrugada de la provincia haciendo los ruidos indispensables.
Cuando se acabaron las piezas de repuesto y los sustituyeron por un locomotora con cinco coches FIAT, ya nada olía igual, ni siquiera los pueblos cuando nos deteníamos en ellos. Siempre me pasa lo mismo, suelo desprenderme de los lugares cuando sus olores cambian. A veces un cambio que para otros es imperceptible, hace que pierda todo el sentido de pertenencia que tenía sobre ellos.
Las aulas de teatro de la Escuela Nacional de Arte tenían un aroma muy particular. Unas flores silvestres que crecían a su alrededor, inundaban todos sus espacios. Cuando desbrozaron el solar aledaño, la esencia se esfumó. Como no encontré el olor que había dejado al irme, me molestó menos el hecho de encontrar a una pareja usurpando el balcón donde solía sentarme con mi novia.
Sin el olor de aquellas hierbas, era más fácil entender que todo aquel reino le pertenecía a otros. Los viajes de Cienfuegos a La Habana, al menos para mí, tenían el olor de los Budd, aquellos vagones plateados que atravesaban la fría madrugada de la provincia haciendo los ruidos indispensables.
Cuando se acabaron las piezas de repuesto y los sustituyeron por un locomotora con cinco coches FIAT, ya nada olía igual, ni siquiera los pueblos cuando nos deteníamos en ellos. Siempre me pasa lo mismo, suelo desprenderme de los lugares cuando sus olores cambian. A veces un cambio que para otros es imperceptible, hace que pierda todo el sentido de pertenencia que tenía sobre ellos.