Oí mil veces, en las sobremesas de mi casa, la historia de la primera vez que Barbarito Diez estuvo en el Paradero de Camarones. En uno de los capítulos de Atlántida queda recogido el suceso. Julio Romero. Narra aquí la segunda visita de el Rey del Danzón a nuestro pueblo y de su encuentro con la cocina de Machín. Gracias a esta labor de Julito el médico, seguimos salvando del olvido a personajes y hechos de nuestro pueblo. Ya espero sus evocaciones como como esperaba, junto al radio, un nuevo capítulo de Guatibó.
Por Julio Romero
Machín Romero, mi padre, además de purgador de azúcar en el central Hormiguero (luego Espartaco), ejercía el multioficios en tiempo muerto. Era el pintor del pueblo. Cualquier casa oscura resplandecía como la plata después de la lechada de cal que él les daba. También pescaba en arroyos y presas.
Un viernes santo, Dorotea (la madre de Evelio, Luzbel y Mercedes Cabrera), se lamentaba de no tener pescado para ese día de abstinencia. Machín le llevó unas suculentas biajacas que la hicieron muy feliz. Era experto en empanadas, croquetas, casquitos y mermelada de guayaba.
Lo mejor que mejor que se le daba era la cocina. Recuerdo que fue ayudante de Pancho, el maestro de la fonda de Hormiguero. Era un negro alto y robusto que usaba un elevado sombrero blanco de cocinero y un sempiterno tabaco en la boca. Un día, siendo un niño de ocho años, Machín me llevó a la fonda.
—Macho, ¿quieres un bistec? —me preguntó.
Acto seguido tiró sobre la plancha caliente del fogón un enorme bistec de alfileres, le dio la vuelta y me lo sirvió con cebollas doradas en una fuente que tenía grabado el logotipo de la fonda. Me quedé azorado ante la magnitud de aquella carne que no pude comer completa.
De tal maestro, tal alumno. Machín cocinaba tan rico que siempre lo llamaban para que asara los puercos a la brasa en todas las festividades, especialmente en las fiestas de quince. Pero lo que más le gustaba cocinar era el chivo. Sus chilindrones tenían fama en todo el vecindario.
Los viernes de fin de mes, cuando cobraba, a eso de las tres de la tarde, siempre me pedía que lo acompañara a buscar un chivo. Cogíamos una máquina de alquiler en la Esquina, que casi siempre era la de Felo el Mulo. Nos bajábamos en Marsellán, un caserío que quedaba antes de llegar a San Fernando, donde sus pobladores criaban los chivos por manadas.
Recuerdo el regateo que orquestaba mi padre con los dueños de los animales hasta que, por fin, convenido el precio, nos hacíamos con un crecido pichón de chivo. De regreso, lo colgaba de una mata de mangos y lo descueraba. Por el berrido del animal, los vecinos se enteraban de que esa tarde habría chilindrón.
Corrían los tiempos en que casi nadie en el Paradero de Camarones tenía refrigerador y lo que quedaba en aquel caldero grande, no se podía guardar. Es así que mi padre convidaba a todo el que pasaba por la calle a probar su chilindrón. Sin pensarlo y sin malicia, le estaba haciendo marketing a sus dotes como cocinero.
Me decía que el secreto del chilindrón era adobarlo bien, una hora antes de ponerlo al fuego, con especias, naranja agria, pimienta y ají picante. “Si no, Macho, no es chilindrón”, me advertía. Lo cocinaba con vino seco y puré de tomate. Casi gritaba cuando decía muy enfático: “¡Si le echas agua, lo desgracias!”.
Durante los tres días de la Fiesta de la Luz de 1965, el Paradero de Camarones, además de recibir el asfaltado de sus cuatro calles, también acogió en sus tarimas la actuación de algunas de las mejores orquestas del momento: Rey Caney, Riverside y Antonio María Romeu con su estelar cantante Barbarito Diez.
Además, en la esquina de la escuela, pusieron a tocar al Órgano Oriental. Después de terminar su actuación, cerca de las dos de la tarde, Barbarito Diez preguntó dónde se podía almorzar. Enseguida le respondieron: “¡En casa de Machín!”.
El pequeño comedor de mi casa se inundó con los miembros de la orquesta. Mi padre se puso nervioso al ver tanta gente famosa, pero los atendió a cuerpo de rey. Al final, Barbarito lo abrazó y le dijo que había sido el chilindrón más sabroso que se había comido en su vida.
¡Qué gran honor! En aquel abrazo se habían unido dos estrellas. La voz de oro del danzón y el más grande cocinero del Paradero de Camarones. Por eso digo que lo bueno siempre es bueno. Lo demás, bobería.
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