23 julio 2024

98 años


Me enseñó los nudos marineros y a pescar con anzuelo. También a martillar y serruchar. A usar el berbiquí y a sacar tarugos de pedazos de palo. A enrollar una manguera sin torcerla y a desenredar una cabuya. A limpiar pescado y a desarmar un cerdo en piezas. A manejar y a cambiarle una goma a un carro.
Con él también aprendí a guataquear y chapear. A sembrar y a cosechar. Cuando lo decepcionaba en algo se ponía de muy mal humor. Como el día en que me pidió que me tirara de cabeza desde el recién estrenado trampolín del hotel Hanabanilla. Cuando le dije, temeroso, que ahí yo no daba pie, enfureció.
Me pidió que lo siguiera hasta el muelle del hotel y que saltara a uno de los botes que allí alquilaban. Remó hasta el mismo centro del lago. Me agarró con una mano por el fondillo del short, me levantó en peso (entonces yo tenía unos siete años) y me lanzó hacia el agua. “¡Ahora sí que no das pie!”, gritó. 
Al día siguiente, un grupo de turistas húngaros que habían pernoctado en el hotel durante su Vuelta a Cuba, celebraron todo lo que yo era capaz de hacer en el trampolín. Él, orgulloso, pidió otro doble de Decano, un ron refino que se bebía sin hielo y de un golpe. 
A mi Jeep lo he bautizado con su nombre y todavía, cuando conduzco, sigo sus consejos al pie de la letra. A pesar de que era muy precavido, nunca he conocido a nadie que disfrutara más sentirse en peligro. Siempre que iba a La Habana a visitarme, me hacía quitarle los frenos a mi bicicleta china.
Mientras rodábamos loma abajo por Puentes Grandes, yo a los pedales y él en la parrilla, abría los brazos. “¡Adiós, Lolita de mi vida!”, gritaba eufórico. A él le debo los pies planos, una columna vertebral de vidrio y la pasión por las montañas. Hoy se cumplen 98 años de que llegó al mundo Serafín Venegas Nodal.

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