28 diciembre 2020

El país más lindo del mundo

Desde la primera vez que Elia Sosa, mi suegra, nos visitó en la Loma de Thoreau, me pidió que agregara otro pasamanos a la escalera que baja a las habitaciones. Ella tiene dificultades para caminar y necesita un doble apoyo. Para esta Navidad decidí complacerla.
Primero fui a la ferretería. Como ya tenía las piezas para fijarlos en la pared, compré un tubo de ¾, 6 codos y 6 niples. Ahora necesitaba cortar el tubo en tres y hacerle roscas en cada extremo. Sierra, el dueño, se ocupó en persona de contactar al herrero (somos sus clientes, siempre me envía un single malt por Navidad).
La herrería de Sterling está justo frente a la iglesia del Carmen (para colmo de coincidencias, es la patrona de Jarabacoa y Manicaragua. Nací en su día, el 16 de julio). El herrero dejó lo que estaba haciendo y me atendió. En una silla, no lejos de él, estaba su padre. De inmediato reconocí que el anciano padecía de Alzhéimer.
Desde que mi madre murió, evito cualquier referencia a esa enfermedad. Aún no sé lidiar con la tristeza que me cae encima. Pero al final, para que el hombre pudiera concentrarse en mis roscas, tuve que darle una mano con el anciano, que estaba empeñado en encender un torno inmenso.
—¿Tú eres cubano? —me preguntó con rara coherencia.
—Sí —le respondí con mi mirada más cándida—. ¿Cómo lo supo?
—Por el acento, chico.
—¡Ah!
—¿Y usted conoció a Cuba?
—Cuba fue el país más lindo del mundo.
—¡Anjá! —Exclamé con esa sobreactuación que se le habla a los niños— ¿Y qué le gustaba de Cuba?
—El torno, tengo que prender el torno.
No volvió a reparar en mí, de pronto me volví invisible para él. El herrero me cobró muy poco y, conmovido por su padre, quise dejarle una propina que rechazó. Cuando estaba fijando los pasamanos, después de conseguir todo con la ayuda de amables dominicanos, comencé a hablar conmigo mismo.
—Vivo en el país más lindo del mundo—, me dije.

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