El Nicho ya no se parece al pueblecito que conocí hace 32
años. La mayoría de sus habitantes le han dado la espalda a los cafetales y se
han sentado a esperar por los turistas. Para eso tienen una excusa: cada vez son más los que quieren
“ver cómo baja/ del monte el Hanabanilla/ y cómo choca en la orilla/ de la roca
que lo ataja”.
Todas las veces que me bañé en esas pozas fue en condición
de prófugo. Nos escapábamos de la escuela y nos perdíamos dentro de los chorros
de agua. Así nos librábamos de extenuantes jornadas recogiendo café. Fuimos
sorprendidos dos veces. La primera nos costó un acta en el expediente. La
segunda, además, un fin de semana sin pase, haciendo guardia vieja.
Aunque el agua estaba muy fría y no había sol, decidí volver
a bañarme en el punto donde el río Hanabanilla sale del vientre de la montaña. Diana,
solidaria, quiso acompañarme. Nos
mantuvimos dentro del caudal un buen rato. Medimos nuestras fuerzas con las del
río. Por más que nadábamos contra su corriente, él nos mantenía en el mismo
lugar.
Muchas partes de El Nicho me resultaron irreconocibles. La
cueva del Agua fue tomada por las avispas, los secaderos lucen abandonados, los
cafetales están llenos de maleza y algunos campesinos han hecho restaurantes en
los ranchos donde antes almacenaban sus cosechas. Otros se ofrecen de guías.
Aunque es la primera vez que me baño en los saltos del
Hanabanilla sin tener que huir de nadie, me seguí sintiendo un prófugo. Nada me
libró de eso. Ni siquiera la certeza de estar en uno de los lugares a los que más
deseé volver, por años y años.
2 comentarios:
Detesto el agua fría, pero esa foto da ganas de lanzarse.
Creo debe ser un buen ejemplo del paraíso aquel...
Pues estuve allí,cuando aún estudiaba en la elemental en Sta Clara con la orquesta de cámara de mi escuela y yo guitarra en mano..para cantarles un miércoles.. creo, dia de recreación..a los chicos..dios,era un lugar irreal..y el trayecto,lo mismo..
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